Prefacio de 2014

Hace diez años escribí un librito bajo el título En pos de un rey metafórico, el cual, si no me falla la memoria, repartí únicamente entre un par de amigos cuando existía el café Kod Kod, localizado a contra esquina del Parque de los Venados en la Ciudad de México. Lo había dedicado a Fernando Pérez Melo, a quien había conocido en otro parque, el Parque de la Arboledas, a principios de 1982: uno de los pocos “hijos del parque” que sigo estimando. Luego subiría el librito a mi página web, ahora difunta.

Cuando en 2009 me enemisté con la mujer loca que pagaba mi sitio web, y luego cuando en 2011 abandoné la idea de tener otro cuya dirección URL delatara mi nombre real, el librito se fue con el agua sucia. Pero quisiera conservar parte del contenido. Además de unas pocas frases removí las partidas que gané en ajedrez porque pocos saben leerlas y, para amolar, es medio pedante para un no campeón incluirlas.

La versión de En pos de un rey metafórico que le di a mis cuates contiene graves errores. Nada sabía de la pertinencia de los estudios sobre el coeficiente intelectual. Y lo que es peor, aún no había salido de la matriz de la corrección política. Por ejemplo, como buen enchufado en el sistema judaico de valores que nos envuelve, solía denostar a los nazis.

Después de mis cincuenta años di un giro ciento ochenta grados a ese respecto.

Published in: on January 21, 2014 at 11:12 am  Comments Off on Prefacio de 2014  

En Pos de un Rey Metafórico

Prólogo

¿Pero no se comente una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una técnica… estéril; un pensar que no conduce a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin sustancia? —Zweig

Cierta vez me dijo mi madre que el ex alcohólico no puede beber una gota de licor so pena de recaer en el vicio. Stefan Zweig, el gran conocedor de las almas torturadas, escribió que, aunque se haya curado, el que ha sufrido una intoxicación ajedrecística haría bien en no acercarse a ningún tablero. Pero para escribir este libro tuve que hacer el esfuerzo de acercarme a un tablero sin recaer en el vicio.

Cuando me senté a escribir me encontraba oficialmente retirado del ajedrez: el único vicio, si así puede llamársele, que he padecido en vida. Fueron las pláticas con Rafael Martínez, un viejo amigo de un parque donde jugaba ajedrez hace muchos años, lo que me motivó a confesar qué he pensado del juego desde mi retiro.

Mi objetivo al escribir es romper varios tabúes. El primer capítulo, a un nivel que podríamos considerar superficial, toca un tema poco sopesado entre ajedrecistas. Hablo de las vivencias que aquejan al jugador durante la partida: tema que abordo analizando mis emociones en algunas partidas que he jugado en torneos. Son contados los ajedrecistas, y uno de ellos es el mexicano Marcel Sisniega, quienes describen sus estados de ánimo después de las rondas. Pero comparado con Sisniega las descripciones que hago son mucho más crudas y groseras.

El segundo capítulo es iconoclasta. En pocas páginas trato de mostrar que los tratados de ajedrez son malos por no fijarse en la causa básica y fundamental de que algunos jueguen mejor que otros: el diferencial desarrollo neurológico en ciertas áreas entre personas [como dije en mi entrada anterior, en 2004 desconocía los estudios del coeficiente intelectual]. También aventuro un programa que considero útil para enfrentar las emociones no sólo en la derrota, sino para que el jugador medio entienda y acepte el nivel de la su fuerza ajedrecística.

Hasta acá me refiero a la parte luminosa, aunque a veces no tan luminosa, del juego. Pero lo que justifica el riesgo de haberme acercado a un tablero es sacar a la luz pública la parte oscura del ajedrez, o hablando con propiedad: la parte oscura de los jugadores de ajedrez (Rafael me ha señalado la diferencia entre ajedrecista, el profesional que vive del juego, y el jugador de ajedrez o aficionado común). Parece mentira que, por siglos, los comentaristas, críticos y teóricos del ajedrez hayan eludido el tema de las tragedias personales que han orillado a algunos a buscar consuelo en el juego; tragedias que han devastado la cordura de los maestros e incluso campeones mundiales. Esta obcecación ha existido desde el tratado de 1620 de Gioacchino Greco, considerado el primer profesional de ajedrez, hasta la reciente obra de Kasparov sobre sus “grandes predecesores”. El caso es que el lema inconsciente del jugador de mesa empedernido parece ser:

Elude el Conocimiento de Ti Mismo

Evita ajustar cuentas con el aguijón existencial que te hizo buscar consuelo en una actividad tan evasiva de las exigencias de la vida como el juego de ajedrez. La vida se nos ha ido a muchos jugadores en esta actividad. Emanuel Lasker, campeón del mundo de 1894 a 1921, escribió: “No importaría el tiempo que se pierde en el ajedrez si no fuera un síntoma de una enfermedad que ha llegado a nuestra cultura”. Y del jugador de ajedrez dijo: “En la vida todos somos chambones”. El mismo maestro Alejandro Báez, el mexicano erudito en ajedrez, solía decir que este juego es refugio de fracasados. Pero ya desde el siglo XVII un eclesiástico denostaba al juego en su tratado Las perfidias del ajedrez: “Es un gran dilapidador del tiempo. ¡Cuántas horas preciosas que nunca volverán he perdido pródigamente en este juego!”

Dilapidar las mejores primaveras que nos ha dado la vida es una actividad que debe investigarse. Como dijo Silvano Arieti, para entender los desajustes mentales es pertinente entender el caso más grave de desajuste: la locura. Y entre ajedrecistas es común cruzar la línea del simple vicio a la locura. En el tercer capítulo rompo con el mayor tabú no sólo en la comunidad de jugadores, sino de la humanidad en general. Hablo de la causa de los trastornos mentales y qué podemos hacer cuando un ser querido, jugador o no, sufre una crisis psicótica. El destino de Carlos Torre, el mejor ajedrecista que ha nacido en México, me sirve de paradigma para señalar lo que jamás debemos hacer cuando un familiar sufre una crisis.

Después del último capítulo dos apéndices contradictorios entre sí apostillan lo que pienso del juego.

Juan Obregón, quien me proporcionó algunos datos sobre Carlos Torre, probablemente posee el mayor número de entrevistas de gente que conoció al gran maestro mexicano. Pero sin la ayuda de Don Alfonso Ferriz, el gran amante del juego-ciencia en México, me habría sido imposible recopilar la información más relevante sobre Torre. Me apena que mis conclusiones de esa misma información que Don Alfonso Ferriz tan generosamente me proporcionó arrojen una sombra sobre esta estupenda persona que es Don Alfonso; y publico este librito no sin cierto remordimiento y sólo con el fin de sacar a la luz asuntos que seguramente contribuirán a la evolución del pensamiento humano.

Colonia Narvarte, septiembre de 2004

(corregido y actualizado posteriormente)

Published in: on November 24, 2013 at 11:52 am  Comments (1)  

Capítulo  1

En pos de un rey metafórico

Al principio de la lucha ajedrecística se debe aspirar a ganar espacio y material; pero todos los esfuerzos se dirigen, en el fondo, a la consecución del mate, a la idea de capturar la pieza enemiga más importante. Y no importa lo altos que sean los sacrificios de material, espacio y tiempo necesarios para obtener dicho objetivo. Por eso el ajedrez es tan útil, por eso resulta tan atrayente; porque evoca (a veces de manera inconsciente) la aspiración del hombre a un ideal, la alegría de sacrificarse por una idea. —Alekhine

Zweig no estaría de acuerdo con Alekhine, quien fuera campeón del mundo de 1927 hasta su muerte. En su novelette Una partida de ajedrez ve las cosas de manera inversa al epígrafe de Alekhine, y no resisto la tentación de citarlo una vez más: “Cuán difícil y aun imposible resulta imaginarse la vida de un hombre intelectualmente activo para quien el mundo se reduce de un modo exclusivo a la estrecha vía entre blanco y negro…; un hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en el transcurso de diez, de veinte, de treinta y aún de cuarenta años, una y otra vez, toda la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de madera sobre un tablero de madera”.

Zweig tenía razón. La vida del ajedrecista común rebasa la mera intoxicación del juego: es un encierro en una concha de caracol que debe tener motivos recónditos no entendidos por los ajedrecistas mismos. Pero para desentrañar esos motivos no tengo más remedio que analizarme a mí y a mis rivales comenzando por algunas de las partidas que he jugado. Este librito no sólo está escrito para el aficionado. Si el lector no es jugador de ajedrez puede ignorar la anotación algebraica de las partidas que aparecen en este capítulo y leer exclusivamente mis comentarios literarios. [Nota de 2013: en este blog he eliminado el registro de las partidas]

Se me dirá que se aprenderá muy poco estudiando mis partidas o las de cualquier otro jugador que no sea un GM: un Gran Maestro del tablero. Dudo que eso sea verdad. Las derrotas que nos causan humillación las experimentamos todos: campeones, maestros, jugadores del club y aficionados comunes; y la mejor terapia, tanto para el profesional como para el amateur es meditar, y eventualmente escribir, sobre lo que nos ha lastimado.

Presento tres partidas que jugué con seres humanos; una que jugué con mi computadora, y otra que dos que mis viejos amigos jugaron hace mucho entre ellos. [Nota de 2012: en realidad, seudoamigos] Respecto a las que jugué con humanos, los aficionados sabemos que cae muy gordo que un no GM publique sus victorias, y confieso que lo hago con rubor. Pero no es el contenido ajedrecístico de esas partidas, sino el psicológico, lo que me atañe; y no puedo escribir un testimonio confesional sobre una mente ajena. Sí puedo, en cambio, hablar de mí mismo: de mis emociones y sufrimientos durante esas partidas.

Las papeletas de las partidas que jugué en los torneos durante mi adolescencia y veintes se han perdido. En esa época cruzaba por una gran tormenta familiar y me deshice tanto de mi biblioteca de ajedrez como de mi equipo: una historia que he escuchado de otros jóvenes. Fue precisamente debido a los problemas en el hogar por lo que, como muchos otros, me refugié en las faldas de Caissa. No conservé mis partidas juveniles de los torneos, cuando realmente me enamoré de la diosa del ajedrez, por la sencilla razón de que mis problemas familiares ahogaban todo interés de conservarlas. Dos de las partidas recogidas aquí las jugué a mis treintas, cuando la tormenta familiar había pasado.

Mi propuesta en este capítulo es invitar al jugador a hablar de sus emociones a través de sus propias partidas. El aficionado podrá jugar con mucho más confianza después de analizar formalmente esas emociones, de conocerse un poco mejor. Es una terapia no sólo sobre nuestras derrotas y descalabros: también tenemos que explicarnos por qué algunos jugadores de ajedrez sufrimos tanto al arrancarle al oponente una victoria.

Las causas por las que el ajedrecista sufre son complejas. Al carecer de toda endospección o insight, Carlos Torre estropeó su carrera ajedrecística apenas iniciada. Al final del libro veremos que la tesis de la que parto, algo que muchos ajedrecistas profesionales y aficionados evaden, es el conocimiento de cómo fuimos tratados por otros. Ese saber proscrito resulta en que los jugadores nos refugiemos en Caissa.

Apenas se ha intentado escribir sobre la psicología del jugador de ajedrez desde las vivencias internas de un aficionado. Y menos aún se ha tratado de explicar la causa de la intoxicación del juego en base a las experiencias en la infancia haciendo a un lado las sofisterías sobre la mente humana que se pusieron de moda el siglo pasado y continúan en el presente. De los aficionados que conozco nadie toma en serio, por ejemplo, el estudio del psicoanalista Reuben Fine, Psicología del jugador de ajedrez. Fine alega que el simbolismo fálico del juego es patente: que el rey representa al pene; el mate, a la castración, y otras sublimes tonterías. El mismo Ernest Jones, el acólito más ortodoxo de Freud y un gran aficionado al ajedrez, especula estúpidamente sobre “la madre y el pene paterno” al abordar el simple hecho del cambio de la figura del gran visir en reina cuando el juego se transformó en su paso del mundo árabe a Occidente.

Es con el deseo de mostrar al jugador desde adentro, más que desde teorías analíticas de nulo valor, por lo que presento mis confesiones íntimas, así como algunas observaciones sobre mis oponentes.

1    César  –  Marco

El parque que me acogió

Esta partida fue jugada en un lugar que me evoca gran nostalgia: un parque donde jugaba ajedrez en la Colonia del Valle de la Ciudad de México. El parque me acogió en mi adolescencia cuando huí de una familia y escuela en extremo abusivas; y era un lugar distinto a los parques públicos donde solía refugiarse el lumpen marginado a jugar ajedrez y dominó. Cierto que al ser repudiado por mis padres me encontré tan marginado como ellos, pero en el Parque de Las Arboledas se respiraba un nivel cultural muy distinto del de las carpas de la perdición que pululaban en el centro de México. Fue ahí, en ese entonces despejado parque lejos de la plebe, donde realmente aprendí a jugar al ajedrez.

[partida omitida]

Marco quitó tanto su rey como mi reina del tablero en señal de abandono. Tan indignado quedó por la derrota que apenas si comentamos el postmortem, y a paso veloz se fue al metro División del Norte mientras, ingenuamente, quería hablar con él después de tanto de no verlo. Pero para ser justo con el viejo amigo debo decir que el día siguiente, ya pasados sus severos humos, me confesó “¡Jugaste muy bien!”

Quisiera decir que conocí a Marco en 1975 jugando una partida en Arboledas que, por cierto, me ganó con negras. Fue un gran amigo [nota de 2012: ahora veo que eso no fue cierto en modo alguno; en 2004 aún me engañaba respecto a lo que ahora sé fueron seudoamigos], pero como él decía ocasionalmente, llegaría el día en que “se multiplicaría por cero”.

Efectivamente, desapareció: nadie sabe qué fue de él. Confieso que muchas veces en que, durante mis caminatas por el parque, no puedo sino imaginarme que Marco se encuentra sentado en una de las bancas de cemento donde jugábamos. Pero las mesas de piedra siempre están vacías… (tengo la esperanza de que, cuando se publique, este libro sea el vehículo de contacto con el viejo amigo).

Además de la publicada, duele que otras de las partidas que jugué con Marco y mis amigos del parque no se hayan conservado. Cómo me gustaría poseer, por ejemplo, aquella partida “histórica” en la que, jugando ambos a ciegas, le gané a Gerardo Brauer en 1978: partida que ameritó una apuesta entre mis admiradores del parque y los de Gerardo. También quisiera poder reproducir, en privado, aquella partida de cinco horas que le gané a Enrique Legorreta delante de su novia, o las que le gané a Gilberto Rangel en un match que él y yo jugamos en mi casa, o los gambitos Volga que con las piezas negras le hice a Fernando Pérez Melo… Sólo Toño Galán se tomó la molestia de transcribir algunas de las partidas que jugó en nuestro parque-oasis dentro de la selva de asfalto que es la Ciudad de México. Gracias a su iniciativa ahora puedo, veinte años después, presentar una de las que jugó con Gilberto.

2    Gilberto  –  Toño

El amigo que nunca fue

Se supone que los hombres debemos ser muy duros, los tough guys del cine de Hollywood: que no lloramos y que enfrentamos a solas nuestro dolor. Este código conduce a los varones a buscar consuelo en el juego; el alcohol, las drogas o los bálsamos para el aguijón interno. Gilberto Rangel, uno de los hijos del parque que más se arrojó a las faldas de Caissa, lucía una cicatriz permanente en la cara causada por un plato que le aventó su madre. Jamás supe de alguien en el parque que se le acercara a hablar del maltrato que sufría en el hogar. El jugador es capaz de sentarse años enfrente de su oponente sin enterarse de nada sobre su persona. El objeto del tablero entre tipos duros es funcionar como una barrera de incomunicación.

Aquí veremos qué me pasó cuando quise romper ese código de incomunicación entre jugadores de ajedrez.

[partida omitida entre Gilberto y Toño]

En tiempos en que se jugaron las partidas de arriba me distancié de Toño: uno de los aficionados más perspicaces que he conocido.

Al igual que lo que Gilberto necesitaba, lo que en ese entonces yo necesitaba era un amigo que pudiera escucharme sobre el enorme problema que tenía en el hogar. Pero no tuve a nadie… y cuando me atreví a tocar el tema con Toño, éste se fue a quejar de que “todos teníamos problemas”, en sentido que mi postura era egocéntrica. Según me llegó el chisme, Toño añadió que él era un amigo mío “sólo para hablar de ajedrez”.

Si realmente dijo eso, estaba equivocado. Yo no era egocéntrico. La prueba está en que los problemas familiares de Toño con sus hermanos no eran tan graves como para impedirle hacer carrera. Los míos, sí: mis padres no me pagaron la carrera que deseaba y me quedé sin profesión. El que una realidad tan elemental sea imposible de comunicar entre amigos habla pestes de la psicología del jugador.

Precisamente porque nuestra sociedad nos tiene prohibido llorar a los hombres, o tener un confidente íntimo, Roger Bayde, otro de nuestros viejos amigos del parque, se suicidó. Roger venía arrastrando un trauma con su madre desde su infancia, pero nadie lo pudo escuchar.

La historia de Roger no es un caso aislado en el atribulado reino de Caissa. Un hermano de Iván Rojo, quien llegó a ir al parque, se mató de un balazo enfrente de su papá. De hecho, Iván mismo quedó psíquicamente trastornado debido al vapuleo que le propinó el padre. Cierta ocasión vimos cómo un señor con sombrero apareció en el antiguo Café Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo para arrastrarlo de los pelos al sacarlo: la única vez que vi a su papá. Si así lo maltrataba en público ¿cómo lo haría en privado?

Podría mencionar otros casos de jugadores de ajedrez que, como Iván, Roger y Gilberto, fueron vapuleados por sus padres y se malograron en la vida. Pero no es necesario. Más bien, y aunque tardíamente, quisiera responderle al amigo que nunca fue: Qué daría para que entre amigos hubiera un poco más de comunicación, y un poco menos de ajedrez…

3      César  –  Jesper

¡A la chingada con el ajedrez!

Esta fue la primera vez que perdió Jesper Norgaard después de que este danés emigrado jugara tres meses en el Club Mercenarios. Al finalizar todos me dieron la mano, cosa que me llenó de satisfacción, en especial la felicitación de Héctor Busto. Incluso Ricardo Ramírez Honey publicó la partida en el periódico. Pero no es esa la razón para recogerla aquí, sino las agonías que anotaba en vivo durante la partida.

Aunque gané, de lo que nadie se enteró y que sólo ahora lo confieso, en mi diario del día siguiente anoté mis agonías:

[partida omitida]

¡Ay!:  ¡Qué duro!  Hubo momentos de ofuscación, sufrimiento y, obvio, de “fantasmas” como ese D-d1 que vi pero que mi caballo lo impedía… Muy molesto. De nada me sirvió escribir mis agonías durante la partida, que supuestamente era para aliviar el estrés. Lo que sí me alivianó algo fue hablar con Jorge Aguirre; platicar de cualquier cosa.

Espero que para la próxima partida no me ponga así. Es claro que la causa del estrés es el deber de ganar una posición ventajosa y la paranoia de cometer el error. Pero es sobre todo la autoobservación interna por los mirones lo que dispara el estrés. ¿Cómo lo evitaré en la próxima?

Debo intentar algo o es masoquismo puro cada torneo.

¡Qué alivio de tensión una vez que mi rival abandonó! En casa me gusta recordar que hayan visto mi ataque y victoria (pero en su momento fue un tormento extremo). Se cambia de signo. El tormento pasa a ser gloria.

El escritor español Fernando Savater declaró en una entrevista: “Creo que el gran secreto del ajedrez, lo que lo hace tan superior a otros juegos de lógica, está en su tremenda intensidad. Este juego compromete el ego de la persona. Un jugador de cartas puede sentirse afectado porque ha perdido mucho dinero, pero no se ha apostado a sí mismo, que es lo que hace el jugador de ajedrez. En este sentido, el ajedrez puede ser peligroso”.

A Javier Anaya del Mercenarios le debo la comparación del ajedrez con el alpinismo, donde también se sufre horrores aunque los alpinistas continúan escalando montañas, y el único goce es recordar la hazaña ya en casa y con las manos calentándose cerca de la chimenea.

Desde afuera aparentamos ser científicos entregados a un juego de pura lógica, la verdad es que al jugar nos retorcemos en el magma de las emociones. El color del ajedrez no es el blanco y el negro que ven los mirones, es el rojo escarlata.

4   Manuel  –  César

En pos de un rey metafórico

Incluyo esta partida sólo porque me produce un enorme placer reproducirla en casa, a salvo de las agonías de la lucha en vivo. Aún después de tanto tiempo de haberla jugado me regodea ver cómo crucifiqué al pobre rey blanco en la primera fila del tablero. Como en las partidas en que derroté Norgaard e incluso a mi amigo Marco, el ataque directo al rey es lo que mayor placer nos causa. No en la tortuosa partida en vivo, claro está; sino a salvo en casa, con bellas piezas Staunton de madera, y con la chimenea de nuestra sala encendida.

 [partida omitida]

Los jugadores de ajedrez somos sádicos. Muchos fuimos maltratados de chicos por nuestros padres y, como debemos honrarlos, nos desquitamos con chivos expiatorios. Lo máximo de nuestra existencia es un ataque al corazón del rey enemigo.

En el programa televisivo Pensar México que vi el 12 de noviembre de 2007, quien organizó el Campeonato Mundial de ajedrez en ese año jugó con un reo en su celda, encerrado por asesino. El reo ganó y le dijo: “¡Se siente igual que matar una persona!”

Mi ídolo de la adolescencia, Alekhine, le pegaba a sus mujeres y padecía ataques de violencia. Una vez que perdió una partida destruyó unos muebles de su hotel y en ocasiones arrojaba su rey al otro lado del salón.

Un periodista norteamericano le preguntó al ex campeón Spassky, de estilo influido por Alekhine, si creía que el joven Seirawan, entonces la promesa de Estados Unidos, conquistaría la corona. Spassky respondió que lo dudaba; y añadió que para llegar a campeón del mundo es necesario ser una suerte de ave de rapiña; de asesino en potencia: un don que no todos los ajedrecistas tienen.

En ningún otro juego o deporte los jugadores hablan de “matar”, “destruir” o “hacer pedazos” al oponente como en el ajedrez (recuérdese mi citado diario: “Siempre había querido matar a Marco con un sacrificio de dama” [frase omitida en este blog dado que no reproduje nuestra partida]). De hecho, el tipo de ajedrecista al que se refiere Spassky jugamos precisamente con el fin de engendrar el placer morboso de ver doblado al enemigo ante la potencia de nuestro intelecto. Fischer dijo con razón: “El placer más grande es destrozar el ego del adversario”.

Algunos psicólogos sin escrúpulos les insertan electrodos a unas ratas en el centro del placer del cerebro. Luego las acondicionan a apretar un botón para recibir una estimulación ultra-gratificante. Las ratas con electrodos implantados se vuelven adictas al placer infinito; tanto así que dejan de comer y, cuando les ponen un suelo metálico donde recibirán un fuerte shock eléctrico en caso de pisarlo, gustosamente lo hacen a fin de tocar el botón y masturbar artificialmente sus neuronas. ¡Qué importa el tormento si lo que se persigue es la absoluta gloria de ese momento!

Los jugadores que conozco aprecian mi metáfora de la silla eléctrica [una vez más: comentario omitido dado que aparece entre líneas dentro de la notación algebraica de mi partida con Norgaard]. Dicen que es acertada para ilustrar el gambito que en la vida hacemos al jugar en torneos. Al igual que yo, han sufrido horrores en una sala de juego que a veces parece cámara de tortura. Pero les resulta inexplicable el aparente masoquismo de suscribirse fielmente al próximo torneo. Estos adictos al juego, sin endospección alguna sobre lo que les hicieron de chicos, deben tener un enorme móvil de venganza que los compele a ir a la caza de un rey metafórico.

No podemos tocar a quienes nos dieron la vida. Pero en el juego podemos crucificar de cuando en cuando a nuestro oponente.

5   Chessmaster  –  César

HAL 9000 y el hombre

Esta última partida no la jugué con un ser humano.

Cuando juego con mi computadora me parece una lucha tan desigual como competir en aritmética con una calculadora. Como le dijo el matemático John von Newmann a Jacob Bronowski, el ajedrez no es un juego: es una forma especial de computación. Pero antes de Newmann, Lasker ya había intuido que un ente “que pudiera mantener en mente millones de variantes no tendría necesidad de planeación”, de la teoría. La teoría de ajedrez es una muleta de mortales. La máquina que ve millones de acciones nos muestra la quintaesencia del ajedrez no en su faceta escarlata, sino en la de lógica pura y desalmada.

A mis quince años fui con mi papá a visitar a Robert Hartman a su casa en Cuernavaca, quien jugaba ajedrez, y llevé mi libro favorito de Alekhine: el de las bellas partidas de su juventud. Hartman nos dijo que la máquina nunca le ganaría al hombre “porque era el hombre quien la programaba”. Como todo filósofo alemán, Hartman estaba equivocado. Esta partida, y a otro nivel las partidas de Kasparov con Deep Blue y Fritz, debieran movernos a los humanos a una cura de humildad.

 [partida omitida]

Ahora, treinta años después de haberla reproducido por vez primera, entiendo la Defensa Francesa entre Capablanca y Reti jugada en Nueva York, 1924. Capablanca, a quien por cierto lo apodaban “La máquina de ajedrez”, jugó 9 Dd2 en lugar de mi error perdedor [explicado en la partida omitida] y ganó bellamente.

Jugué esta partida con Chessmaster 8000, aunque tengo entendido que la última versión del programa es la 9000. Kubrick era un aficionado del ajedrez. Recuerdo una fotografía en que se le ve jugando en un descanso durante la filmación de una de sus películas. En la biblioteca que viene en el programa de Chessmaster puede leerse: “En el filme de Stanley Kubrick 2001: una odisea del espacio la supercomputadora HAL 9000 enfrenta al astronauta Frank Poole en un juego de ajedrez en ruta a Júpiter. Aunque en la película sólo se ven las últimas jugadas, el inicio de la partida ha sido reconstruido aquí. Indudablemente Frank y HAL jugaron la Ruy López de Segura”, la famosa apertura del jugador español del siglo XVI.

Una vez que tengan alma, quizá la computadora esté destinada a destronar al hombre, y no sólo en ajedrez, sino en otros ámbitos. A continuación transcribo la partida entre Frank Poole y HAL 9000, una computadora con alma, jugada en la nave Discovery con el trasfondo de la elegíaca música de Kachaturian:  1 e4 e5  2. Cf3  Cc6   3. Ab5  a6  4. Aa4  Cf6   5. O-O  Ae7  6. De2  b5   7. Ab3  O-O  8. c3 d5   9. exd5 Cxd5 10. Cxe5 Cf4  11. De4  Cxe5 12. Dxa8 Dd3  13. Ad1  Ah3  14. Dxa6 Axg2 15. Te1  Df3  16. Axf3 Cxf3 mate.

Published in: on November 24, 2013 at 11:48 am  Comments (5)  

Capítulo  2

Qué hacer después de la derrota

Si no tiene una tierna edad, no se haga ilusiones.

Muy pocos aficionados al ajedrez saben que la maestría en el juego se debe a un factor que nada tiene que ver con la voluntad del adulto. Sólo en un grupo reducido de vocaciones un ser humano puede aspirar a niño prodigio. La música, las matemáticas y el ajedrez son paradigmas. Hay quienes comparan la música de Bach con las matemáticas, cuya lógica es inherente, o apriorística diría un kantiano, a la mente humana. Asimismo, como forma especial de computación que es el ajedrez, el entrenamiento a temprana edad puede convertir a un niño en un Capablanca, para quien el ajedrez era su lengua materna. Lo mismo puede decirse de los jugadores rusos y de las ex repúblicas soviéticas, que alcanzan la norma de gran maestro a los quince o dieciséis años. Pocas cosas me han impresionado más que la parte autobiográfica de Mi carrera ajedrecística de Capablanca. Al ganarle un match a Marshall el cubano llegó al nivel de gran maestro sin estudiar un solo libro de aperturas. Este es el hecho más representativo que se me ocurre para señalar como aquél que aprendió a jugar ajedrez desde los cuatro años, y desarrolló el filo de su mente en esa área, puede fácilmente convertirse en gran maestro e incluso en campeón del mundo. El cerebro de Capablanca, la “máquina de ajedrez”, fue entrenado en el lapso de vida en que es capaz de desarrollar nuevas facultades. Por eso los conservatorios de música no admiten a estudiantes después de cierta edad. En ajedrez sucede lo mismo con la diferencia de que, como no hay escuelas profesionales de ajedrez en México, a los aficionados no se nos dice la gran verdad sobre el juego-ciencia. [Nota de 2012: Cuando escribí el librito desconocía, como impliqué, que los estudios sobre el coeficiente intelectual agrandan aún más esta diferencia biológica: en tanto que los seres humanos de unas razas son más inteligentes que los de otras razas]

La terrible verdad es que el desarrollo neurológico de ciertas áreas del cerebro es diferencial entre un Capablanca o los GMs quinceañeros y un Magnus Carlsen y el resto de los aficionados. Al no haber escuchado este dato elemental muchos perseguimos el espejismo que, a fuerza de puro estudio, llegaremos al estrellato como si fuera algo similar a obtener un doctorado en física. En realidad, el rating que puede subir un joven que a sus veintes se inicia en el juego es relativamente modesto. Si estudiamos en materia ajedrecística el equivalente a un doctorado, el conocimiento adquirido nos podrá servir para ser excelentes instructores de niños, pero no necesariamente nos permitirá jugar como los primeros tableros del mundo. Al igual que los intérpretes de los grandes compositores de música, en ajedrez lo que vale es qué tanto adiestramos ciertas áreas de nuestro cerebro en la infancia, pubertad y adolescencia.

Un ejemplo reciente ilustrará este punto. En el prólogo decía que las pláticas de unos amigos aficionados me motivaron a escribir este libro. Uno de estos amigos se llama Alcides, quien al parecer posee más cultura ajedrecística que yo. En el café donde platicamos Alcides juega matches con su archirrival, apodado “El Yayo”, quien no lee nada de ajedrez; ni siquiera sabe cómo mantener la oposición en un final de rey y peón contra rey. Sin embargo, El Yayo generalmente le gana los matches a Alcides. Ahora bien, en varias ocasiones he conversado con Alcides sobre el manual de Lasker. A Alcides le gusta mucho más la versión original en alemán que las versiones abreviadas en inglés y en español. Ayer mismo, tomando en cuenta hoy que escribo, una de estas versiones suyas lucía sobre una mesa del café. No obstante, como de costumbre, el pupilo de Lasker fue barrido por el iletrado Yayo en las partidas. Alcides es un amigo inteligente, e incluso brillante en su profesión de informática y manejo de computadoras. Pero es obvio que, a pesar de sus conocimientos ajedrecísticos y computacionales, su indocto rival tiene mejor adiestrado el cerebro para jugar al ajedrez.

Dicho de manera iconoclástica: el manual de Lasker, y de hecho todos los libros de ajedrez que conozco, son malos y antipedagógicos. No parten del axioma más relevante del juego: el desarrollo en ciertas áreas cerebrales es diferencial entre las personas.

No es mi intención desanimar a los pretendientes de Caissa. Pero el muchacho que fui se habría ahorrado muchos sueños y agonías si en la casa o en la escuela le hubieran dado esta clase elemental de neurología.

Comparado con Europa Central o incluso con Cuba, el nivel del ajedrez en México es bajo [Nota de 2012: Peor aún, los mestizos tienen un coeficiente intelectual (CI) inferior comparado con el de criollos como Capablanca]. Si a esto añadimos que a muchos nacionales se nos pasa la edad y que no tenemos buenos instructores—esos Botvinnik y Averbach que tuvieron los niños rusos—, será virtualmente imposible dar el salto cuántico para convertirnos en campeones mundiales. Aquí no puede sino venirme a la mente una fotografía del instructor Botvinnik con un Garri Wenstein niño a su lado, quien cambiaría su nombre judío por el de Garri Kasparov. [Nota de 2012: Los judíos están ranqueados en la cima de estudios sobre el CI]

Aunque de joven no fantaseaba tan alto, tardé décadas en percatarme que mi cerebro no había sido educado para un juego computacional cuando estaba en su período de mayor plasticidad. Fui educado en otras áreas. Provengo de una familia de músicos, no de ajedrecistas. En la música también puede verse que muchos virtuosos del violín o del piano empezaron a muy tierna edad. Escuchar a un niño de trece años tocar el concierto para violín y orquesta de Beethoven es como ver a esos niños de las ex repúblicas soviéticas jugar partidas de blitz. Es tal el virtuosismo de estos Paganinis de Caissa que les dan cinco minutos de ventaja a sus colegas, por sólo dos minutos propios, y los arrasan con precisión diabólica.

Por más que estudie y macheteé la veinteañera afición mexicana, difícilmente jugará así en ajedrez relámpago: un medidor infalible del nivel de un chico cuya lengua materna había sido el ajedrez. La ventana de oportunidad se les pasó. El meditar sesudamente en lo que nos dice Reti, uno de los pedagogos más sobrevalorados en la historia del ajedrez; el ponerle nuestras partidas a Fritz para comprenderlas mejor; el consultar la Enciclopedia de Aperturas para ver dónde cometimos la imprecisión; el jugar un torneo tras otro para foguearnos, puede hacernos ver nuestras faltas. Pero no necesariamente subir el nivel. Al menos no para dar el salto que algunos jóvenes fantasean. Nuestro cerebro ya está formado, formateado me atrevería a decir. En mi caso, el filo de mi mente se manifiesta en mi especialidad, estudiar los estragos psíquicos que causan los padres abusivos: un área que nada tiene que ver con el ajedrez. Capablanca, quien jamás emprendía los maratones de estudio ajedrecísticos que emprendemos en México, jugaba infinitamente mejor que yo y que muchos otros estudiosos empedernidos.

Decía que pocas cosas me han impresionado más que Capablanca le ganara el match a Marshall sin estudiar un solo libro de aperturas (a otro nivel, este es el mismo fenómeno de los matches entre Alcides y el Yayo). A sus veinte años Capablanca no había jugado un solo match con un gran maestro, y le ganó a Marshall con el aplastante score de +8 =14 –1 (jerga ajedrecística por 8 ganadas, 14 empatadas y 1 perdida). Este es el hecho que mejor ilustra que, en general, sólo aquél que aprendió a jugar a muy tierna edad tiene chances de convertirse en genio.

A fin de aceptar el propio nivel, mi segunda sugerencia es que usted escriba un diario íntimo sobre sus emociones en la partida y sobre su afición hacia el juego. He dicho que el color del ajedrez es el color de la sangre, y que algunos jugadores de ajedrez vivimos más en el mundo de las emociones que en el de la lógica fría que los neófitos observan desde el exterior. En esas emociones, incluyendo la lujuria de ganar, a veces se juega el destino de una partida. Sin embargo, desde el punto de vista del oráculo de Delfos temo decir que muchos jugadores aún son niños: No se conocen a sí mismos y mucho menos al universo y a los dioses. Recordemos cómo lo único que leía Fischer eran las tiras cómicas de los domingos; y cómo Karpov defendía al régimen totalitario de su país antes de las revoluciones de 1989 y la caída del Muro de Berlín.

Llegado este punto, quisiera decir algo sobre el escritor de ajedrez Fred Reinfeld. Aunque en su época no existían los elementos para penetrar el corazón de las almas en pena, al menos Reinfeld hizo un sincero intento de sondearlos. En México se tiende a valorar los escritores europeos y a despreciar a los gringos. Recuerdo lo que decía Octavio Paz sobre la biblioteca de su abuelo, que era rica en escritores franceses y pobre en norteamericanos.

Reinfeld tenía un humilde empleo de burócrata; buscó subir en la escala social y logró comercializarse en Estados Unidos. Pero fue en un libro de Paz precisamente donde leí que lo que se escribe por dinero no tiene ningún valor artístico. No obstante, antes de que se comercializara Reinfeld escribió verdaderas joyas sobre el juego; y creo que un libro como The human side of chess (El lado humano del ajedrez), publicado en 1952, es superior a Los grandes maestros del tablero de Reti en cuanto a visión didáctica sobre lo que es el ajedrez. Esta declaración sonará a terrible anatema a aquellos que sólo conocen el lado comercial de los libros de Reinfeld, pero The human side of chess demuestra que Reti omitió el elemento personal en su análisis del match entre Anderssen y Morphy.

Creo que la crítica de Reinfeld a los “esquemáticos secos” —es decir, a todo comentarista de ajedrez, no sólo a Reti— debe leerse. No digo releerse porque libros como The human side of chess no se leen en México. Al enfocarse en el aspecto psicológico de los campeones, Reinfeld nos confiesa: “Me encuentro totalmente perplejo para entender por qué estas observaciones no se han hecho anteriormente”.

Un solo ejemplo bastará para ilustrar su valoración del match en que perdió Anderssen. El maestro alemán no falló en entender las ocultas leyes de ajedrez (la versión canónica en los textos de Reti). Falló en definir sus partidas bien planteadas con Morphy. Y falló porque no tenía tanto espíritu de rapiña como el americano. Es triste que los seguidores de Reti, incluyendo la afición mexicana, se limiten a repetir el mito de su mentor europeo sin reparos: que Morphy tenía un arma secreta, su conocimiento posicional del juego abierto, el centro y la rápida movilidad de las piezas. La verdad es que Anderssen entendía esos principios por igual.

Algo similar dice Reinfeld sobre el match entre Zukertort y Steinitz, y también es triste que sólo por no haber sido campeón las bellas partidas de Zukertort, quien murió dos años después de su derrota, hayan sido relegadas a la oscuridad. (Para Reinfeld, que escribió en los años cincuenta, los campeonatos mundiales más emocionantes fueron los de Steinitz con Zukertort y los de Euwe con Alekhine.)  Sobre los matches entre Chigorin y Steinitz, los más sangrientos que ha habido en la historia de los campeonatos mundiales, Reinfeld escribió: “Ambos tenían un entendimiento sin paralelo de la naturaleza del ajedrez. Mientras los popularizadores creen que el ajedrez es receptivo al orden, la lógica, la exactitud, el cálculo, la previsión y otras cualidades similares, Steinitz y Chigorin estaban de acuerdo en algo: que el ajedrez puede ser, y frecuentemente es, tan irracional como la vida misma. Está lleno de desorden, imperfección, errores garrafales, inexactitudes, sucesos fortuitos, consecuencias no previstas…”

Es precisamente debido a la falta de insight de los aficionados por lo que un gran campeón como Lasker nunca se ha entendido. Si hay algo que me llamó la atención de su match con Steinitz fue que se defendió en una posición completamente perdida en la que podía quedar con tres peones de menos. Eso sucedió en la séptima partida en que el jovencísimo Lasker disputaba la corona del maduro campeón. Pero Steinitz no lo remató.

Como ha observado Kasparov, la séptima partida estaba muy adelantada para la época (las complicaciones de tipo Mijaíl Tal que incluso una computadora tardaría tiempo en descifrarlas). Por no haberlo podido rematar al aspirante en esa partida ganada, algo que los jugadores sabemos que conlleva a un efecto devastador en la propia confianza, Steinitz perdió las próximas cuatro partidas, el match y la corona. Reti erró en Los grandes maestros del tablero al decir que Lasker jugaba mal adrede para confundir al adversario. Es obvio que Lasker no quiso perder tantos peones en su partida decisiva con Steinitz. Lo que hacía Lasker era, más bien, como diría Nimsovich, “defenderse heroicamente” en posiciones perdidas en las que la mayoría de los jugadores nos sentiríamos abatidos. Y lo hacía, y esto no lo vio Nimsovich, otro teórico seco del juego, porque sabía que si volteaba una posición perdida tendría una ventaja moral sobre su adversario.

Traducido el subtítulo del libro de Reinfeld, dice: La Historia de los Campeones Mundiales; sus Triunfos y sus Ilusiones, sus Logros y sus Fracasos. Aunque sería deseable que el futuro vea la iniciativa de Reinfeld desarrollada a sus últimas consecuencias por nuevos comentaristas, dudo que sucederá entre quienes eluden todo conocimiento de sí mismos.

A veces en mi diario escribo cosas que jamás aparecen en los libros esquemáticos de la Colección Escaques; en los más que secos—desérticos diría—Informadores, o en los asépticos libros de Reti.

Cierta ocasión escribí: “Me estaba cagando de miedo”, literalmente cagando. He escuchado que a otros jugadores les pasa lo mismo. “Al baño, al baño, al baño” me dijo un amigo sobre sus experiencias de torneo. Cuando quise romper el tabú y escribí en el boletín del Club Mercenarios las agonías que revelé arriba, Willy de Winter, uno de los principales promotores del ajedrez en México, malentendió del todo mi iniciativa. Al inicio de la siguiente ronda me preguntó en público “¿Cómo te sientes?”, como dando a entender que sólo yo padecía de tribulaciones, cuando la verdad es que muchos las padecen.

La pregunta de de Winter ignoró que mi iniciativa era simplemente romper uno de los tabúes en literatura ajedrecística: hablar de manera franca y en primera persona del singular sobre nuestras emociones cuando jugamos.

Los legos han sido capaces de ver las emociones de los jugadores, pero no el ajedrecista. En 1922 un periodista de Londres escribió sobre Alekhine: “Es un gigante rubio de facciones enjutas, con cabello que le pasa sobre la frente y varias pulgadas del puño que sobresalen de la manga. Primero hace descansar su cabeza sobre sus manos; hace figuras indescriptibles en sus orejas, aprieta las manos bajo su mentón en lastimosa súplica, se mueve incómodamente en su asiento como perro sobre un montículo de hormigas; frunce el entrecejo, eleva sus cejas, se levanta súbitamente parándose detrás de la silla para obtener una visión panorámica del tablero; vuelve a la silla y, entonces, mientras el doble reloj a su lado hace tic toc inmisericordemente, echa su cabello hacia atrás por milésima vez y mueve un peón, aprieta el botón y anota su jugada”.

Eso es el ajedrez. No obstante, de Winter jamás habla de sus emociones en el semanario de ajedrez que publica, a pesar de que los aficionados lo hemos visto levantarse como Alekhine; poner un pié sobre la silla, el codo sobre su rodilla y la mano en su mejilla cuando se pone nervioso en un torneo: es evidente que fuertes emociones al jugar las padecemos todos, de Winter incluido.

La idea de escribir un diario no sólo es ayudarnos a curar el prejuicio que sólo las mujeres tienen derecho a llorar. Debemos hacer contacto con aquello que los aficionados no sólo callamos a los demás, sino a nosotros mismos. Hacer contacto a nivel profundo con nuestras emociones nos reconcilia con ellas y nos permite madurar. Muchos ajedrecistas, incluso algunos que fueron niños prodigio, se han malogrado precisamente porque no lograron armonizar su cognición con la parte emocional de su psique. El diario íntimo que nadie salvo uno lee es parte de la cura de esta congestión psíquica.

Escriba un comentario sobre sus partidas, poniendo énfasis en las que perdió. Muchos jugadores de ajedrez tienen un ego enorme. Siempre encuentran las excusas más ingeniosas para sus derrotas, y tienden a recordar sólo sus victorias. Parecen guajolotes hinchados de orgullo un día antes que los maten para la cena de Navidad.

Recordemos cómo Fischer rompió con la tradición de Alekhine y Capablanca de contar sólo sus victorias. En Mis 60 partidas memorables Fischer habló con gran honestidad sobre sus empates e incluso sobre algunas de las derrotas que más le dolieron. La idea de escribir un diario es desinflar el orgullo pavorrealesco de los jugadores, es decir, aceptar nuestro nivel de juego.

El diario, como que nos estábamos cagando de miedo, es privado. Pero escribir un comentario no tan íntimo sobre las partidas que hemos jugado, lo que intenté en el capítulo anterior, además de ser saludable podemos fotocopiarlo y repartirlo entre nuestros amigos. Es una gran terapia compartir con otros las razones por las que perdimos, o por qué sufrimos tanto al esforzarnos en arrancar una victoria: algo que otros también me han confesado.

Existen otras ventajas al comentar nuestras partidas por escrito. Cuando transcribí y analicé las cincuentena de partidas que jugué en torneos de los años noventa, ocurrieron grandes sorpresas. Por ejemplo, debido a la baja autovalía por la que cruzaba en 1993 me percaté que abandoné un final de torre de tablas claras con Jorge Martín del Campo. Igualmente, en otra partida que perdí la calidad con negras frente a Fernando Araiza abandoné súbitamente. Diez años después, al ponerle esa misma posición de abandono a Fritz, la máquina jugó consigo una tediosa lucha de más de cien jugadas que terminó en tablas, lo que demuestra que mi abandono fue una tontería. Durante la partida real no me había percatado que, con ocho peones por cada bando, perder la calidad en esa posición cerrada no significaba una ventaja decisiva. Esto lo reconoció Fritz desde la pantalla visual thinking donde ponía el signo “igualdad” o “algo mejor” y no el de “clara ventaja” blanca en las diversas posiciones que jugó a partir de mi abandono.

Asimismo, por años culpé a mi elección de apertura, un ataque Alekhine-Chatard que le hice a Alberto Escobedo en una Francesa, en lugar de fijarme en un error garrafal que, por alguna razón, mi memoria no registró: la verdadera causa de mi derrota. Me había quedado bajo la errada impresión de que Escobedo me había superado limpiamente en una defensa que conoce muy bien. Cuando le puse a Fritz la posición me percaté que, antes de mi blunder, la partida que jugué con Escobedo estaba igualada. De hecho, la partida de Fritz también terminó en tablas.

Cierto que el ajedrez es tan complicado que ni siquiera debemos fiarnos de los análisis computacionales como la última palabra de una posición. En el dominio mágico de Caissa aún la computadora se equivoca, aunque mucho menos que los humanos. Sin embargo, a ritmo de juego lento generalmente es un buena referencia para calibrar una posición complicada que, de otra manera, nos llevaría muchos desvelos desmenuzarla. El Fritz que poseo es un programa sofisticado. Es un estupendo GM esclavo que no sólo juega con nosotros cada vez que se lo pidamos, sino que se le puede forzar a jugar una posición específica para resolver nuestras dudas, como las que tenía sobre mis partidas con del Campo, Araiza, Escobedo y muchos otros.

Aunque el transcribir, analizar e incluso fotocopiar mis comentarios sobre mis partidas y repartirlas entre amigos no sube mi nivel, mejora enormemente mi moral. Pero el conocimiento de uno mismo, de reconciliarse con el pasado y con las derrotas, es una práctica que no se le ocurre a los varianteros: aquellos incautos que devoran Informadores creyendo que, memorizando las variantes, ganarán. La verdad es que me los he encontrado llorando en los campeonatos al enfrentarse a la realidad. Es muy fácil sacar a un jugador de su línea favorita, lo que me mueve a la siguiente sugerencia.

A menos que sea un profesional, estudie aperturas simples; entrenándose con sus amigos o su computadora.

Cuando era un adolescente norteado, como muchos otros padecí de una bibliomanía aguda. Compré docenas de libros de ajedrez, muchos de ellos importados, donde me gasté todo el dinero que había ganado en diversos trabajos. Erróneamente creía que leyéndolos mi juego mejoraría dramáticamente. Ahora sólo poseo dos libros de ajedrez: uno de ellos es el de Capablanca que menciono arriba. Capa, quien a diferencia de muchos ajedrecistas sabía vivir la vida, tenía más libros de cocina que de ajedrez.

Es divertido ver cómo mis oponentes se preparan siguiendo el último grito de la moda en, digamos, la Ruy López Cerrada sólo para verse confrontados con mi simple Defensa Bird que no habían estudiado. En un torneo apertureé a Roberto González con esta mal llamada línea inferior. Mal llamada digo, porque después de que Kramnik le ganara el match a Kasparov gracias a sus tablas con sencillas Defensas Berlinesas que conducen directamente al final, la comunidad de jugadores debiera despertar al hecho de que las intrincadas aperturas que los GMs ponen de moda no significa que los aficionados comunes debamos jugarlas. Recordemos cómo cuando Bobby Fischer conquistó la corona muchos imberbes imitaron sus complicadas Sicilianas Najdorf con la vana esperanza de convertirse en Bobbys, cuando lo sensato es sólo jugar aquellas líneas que comprendemos: una simple Bird o una simple Berlinesa contra la Ruy por ejemplo. Fischer dominaba la Najdorf con gran virtuosismo, pero dudo que los imberbes siquiera entiendan más allá de los fundamentos. Me dio un gusto enorme enterarme que el instructor José Luis Vargas, uno de mis viejos amigos del parque, usó mi idea de la dos veces aplazada variante del cambio, la partida #3 de este libro —una variante fácil de comprender— para que uno de sus pupilines se anotara importantes victorias en los torneos, sacando a sus oponentes de las líneas de moda.

Los aficionados del nuevo siglo se harían un bien al releer a los clásicos del siglo XX. Lasker por ejemplo reprende la manía de aprenderse variantes sin haber entendido el concepto básico, el ABC de una apertura. Por el contrario, libros con títulos mercadotécnicamente llamativos como el de Karpov, Cómo jugar las aperturas abiertas, son antididácticos para el no profesional.

Confieso que la carrera de Anatoli Karpov me causa tanto fascinación como repulsión. ¡Nada me molesta más en ajedrez que Fischer no haya defendido su corona en 1975! Es algo que me irrita a la ene potencia y debió haber sido suficiente para que, desde entonces, me prometiera no volver a tocar un peón. El americano podría haber defendido con éxito su corona en la década de los setenta, en plena guerra fría. ¡Qué espectáculo habría sido! Fischer estaba en su apogeo, y el escuálido Karpov habría sido “sandwichado” entre el temible Fischer de los años setenta y la nueva estrella, Kasparov, quien habría sido campeón en los ochenta.

Aunque Karpov tiene el récord histórico de más torneos ganados, como pedagogo es muy malo. En su libro publicó una Escocesa que jugó con Timann sólo para presumir su victoria. Y publicó otra para excusarse por qué había perdido con esa apertura en su match del campeonato del mundo. Pero la larga serie de análisis de variantes y subvariantes de las partidas que nos pone Karpov nada tiene que ver con el ABC de esa apertura.

Me explico. Después de 1 e4 e5; 2 Cf3 Cc6 3 d4 exd4; 4 Cxd4 Cf6; 5 Cxc6 bxc6; 6 e5 ¿por qué cree el lector que no se juega inmediatamente 6…Cd5 (sino 6…De7)? La respuesta es que, después de 6…Cd5? con 7 c4 y 8 Ad3 las blancas tendrían un fuerte ataque en el flanco de rey. Sin el estorbo de verse las blancas obligadas a defenderse con 7 De2 a 6…De7! en la variante principal, después de 6…Cd5? el alfil en 8 Ad3 se encontraría especialmente bien colocado. Este obispo en d3 es “la letra A” de la Escocesa por así decirlo. Pero en su libro, presumiblemente didáctico como reza el título Cómo jugar las aperturas abiertas, Karpov la omite. Las intrincadas variantes de las partidas que nos presume con otros maestros de su calibre son las letras U, V y W de la Escocesa, no la A. En pocas palabras: lo que juegan los campeones no tiene por qué ser lo que jugamos los jugadores con seiscientos puntos menos de rating.

Entre a la arena. Para el jugador de ajedrez una derrota es como una pequeña muerte. Y no sólo la derrota: a veces sólo el temor de la misma nos aplasta. Jamás olvidaré una imagen de los años ochenta en que tenía temblando a Ibrahim Martínez enfrente de mí—literalmente—en un torneo activo; partida que por cierto perdí. También recuerdo vívidamente las muecas de angustia que en otro torneo le vi hacer a Alberto Campos en una partida contra Arturo Anguiano cuando éste hizo una jugada inesperada. Comenté las terribles muecas con Erwin Araica, quien, como todo jugador de ajedrez, no le dio la menor importancia y me habló en lógica fría sobre la valoración de la posición.

Al final de este libro aparecen los enunciados de la preparación psicológica que esbozo en este capítulo para volver a jugar después de una desmoralizante derrota. Reitero que el programa que presento aquí no significa que aumentará su rating, sólo su moral.

Si alguien decide entrar a la arena, y me refiero a los torneos y a los campeonatos nacionales, debe estar preparado no sólo para la derrota, sino para las tablas de partidas ganadas y para las agonías que algunos sufrimos al fraguar nuestras victorias. Jugar en torneo me evoca una imagen de la película El gladiador en que los luchadores se orinaban en el suelo de la antesala en camino a las asoleadas arenas del Coliseo. Si eso es lo que usted ha decidido, “¡Ave Caissa: los que van a apostar su ego te saludan!”, sugiero que después de cada derrota encuentre consuelo en su diario personal.

También puede comentar sus partidas en legajos, donde no tiene por qué publicar lo más bochornoso. Y no sólo como esas lindas partidas que publico en este libro: es más útil comentar nuestras derrotas. Quizá valga mencionar que mi score en los años noventa en torneos de primera fuerza, incluidos unos torneos activos en Houston, fue de 26 partidas ganadas, 11 empatadas y 17 perdidas. El Club Mercenarios me dio un rating de 2176 (que bajaría a 2109 en un torneo FIDE). A propósito, mis numerosas derrotas están disponibles a quien me las pida.

El objetivo de estos diarios íntimos, comentarios públicos y curas de humildad es conocerse mejor y evitar las dicotomías de la mente: tema que abordaré en el siguiente capítulo. A muchos la ventana de oportunidad se nos pudo haber pasado, pero podemos seguir jugando por diversión.

Published in: on November 24, 2013 at 11:46 am  Comments Off on Capítulo  2  

Capítulo  3

Qué hacer en caso de trastorno mental

Carlos Torre se desnudó en un tranvía en 1926 en la Quinta Avenida de Nueva York: la crisis que lo hizo abandonar el ajedrez. La migra lo deportó en un vapor a Mérida. Gabriel Velasco, autor del único libro bien escrito sobre Torre, omite estos penosos sucesos.

En este capítulo romperé el tabú de no escribir sobre esta tragedia. Pero antes debo hablar de otra cosa. A diferencia de los maestros mexicanos de la actualidad, tan lengua materna era el ajedrez para Torre que debo citar lo que los campeones pensaban del jugador mexicano.

Alekhine escribió: “Desde 1914 el mundo ajedrecista no ha visto aparecer una lumbrera de primer orden, uno de esos jugadores que, como Lasker y Capablanca, marcan un jalón en la historia contemporánea… Pero hará unos seis meses, poco después del Torneo de Nueva York [1924], apareció en los Estados Unidos una tenue luz susceptible —al menos lo esperamos— de trasformarse en una estrella de primera magnitud. Hablamos del joven Carlos Torre, de diecinueve años de edad y cuya corta carrera presenta particularidades dignas de atención… Sin duda que Torre no está maduro, lo que no debe extrañar en un joven que tiene tan poca práctica seria, pero se admira la seguridad de su juego tanto como sus brillantes cualidades tácticas que le permiten salir sano y salvo de posiciones a veces peligrosas en las que se encuentra por falta de experiencia. Después de haber examinado cierto número de sus partidas no podemos sino felicitar al doctor Tarrasch por su resolución de invitarlo al próximo torneo internacional de maestros que tendrá lugar en Baden-Baden”.

Alekhine escribió estas palabras en 1924. Apenas dos años después, cuando estuvo a un tris de ganar el Torneo de Chicago de 1926, Torre tuvo la crisis de Nueva York. Vale decir que la única partida que Torre jugó con Alekhine fue unas “tablas de grandes maestros” jugada precisamente en el torneo de Baden-Baden. Alekhine, quien dos años más tarde destronaría a Capablanca, aceptó inmediatamente la prematura proposición de empate que le hizo Torre en la jugada catorce: muestra del respeto que le tenía al mexicano.

Ese año de 1925 también se celebró el Torneo Internacional de Moscú, donde Torre inició de manera sensacional. Comenzó ganándole a tres fuertes maestros, incluyendo Marshall. Luego empató dos partidas con Tartakower y Spielmann para obtener otras sonadas victorias, una de ellas contra Sämisch, con lo que se situaba junto con Bogoljubov, Rubinstein y Lasker liderando el torneo. Lasker manifestó: “Estos primeros pasos del joven Torre son indudablemente los primeros pasos de un futuro campeón mundial”.

Una de las partidas más famosas de ese torneo fue la que Torre jugó con el propio Lasker, quien había sido campeón del mundo desde 1894 hasta que Capablanca lo destronó en 1921, cuatro años antes del Torneo de Moscú. Lasker ostentó el título de campeón a lo largo de veintisiete años. A este gran campeón le tocó enfrentar a Torre en la duodécima ronda del torneo y llegó a obtener una ventaja posicional en una apertura que fue bautizada como Ataque Torre en honor al maestro mexicano. Pero en la jugada 25 sucedió algo inesperado. En la sala del torneo se corrió la voz: “¡Torre ha sacrificado su reina a Lasker!”, algo que rara vez sucede en el ajedrez profesional y que, cuando sucede, causa sensación. A los pocos minutos Torre y Lasker tenían a los aficionados alrededor de su tablero. Esa partida, conocida como “El molino”, esculpió el nombre de Torre en los anales de ajedrez; entre otros, mereció un amplio comentario de Nimsovich en Mi sistema.

He citado lo que Alekhine y Lasker pensaban del futuro de Torre. El otro campeón de la época fue Capablanca: el único latinoamericano que ha conquistado el título de campeón mundial de ajedrez. Es una ironía que muy pocos mexicanos, y Alfonso Ferriz es una honrosa excepción, digan abiertamente que Torre podría haberlo conquistado también. Capablanca comentó sobre Torre después del Torneo Internacional de Moscú: “No me extrañaría si este jovencito pronto nos empezara a ganar a todos”.

La única partida entre Capablanca y Torre fue jugada en ese torneo. Capablanca era entonces el campeón del mundo, y su virtuosismo radicaba especialmente en su dominio y comprensión del final de la partida: por eso su partida con Torre tiene un valor especial. El mexicano jugó con tal exactitud e ingenio que logró empatarle un final muy difícil al campeón. Averbach, el pedagogo ruso, escogió este final para ilustrar la teoría de unas posiciones en su libro Finales de alfil contra caballo. Al reproducir el final uno se queda con la sensación de que este juego entre Capablanca y Torre está más allá de la comprensión de los aficionados comunes, y que sólo una cátedra como la de Averbach y otros puede descifrarlo. Cuando jugó con Torre, Capablanca se encontraba en la cúspide de sus capacidades. Su partida con el maestro mexicano es un homenaje al estilo clásico de ambos, y debe estudiarse como un paradigma de final de caballo contra alfil “malo”.

Después de la crisis que tuvo Torre a sus veintiún años que marca el fin de su brillante pero fugaz carrera, el maestro vivió sin profesión, de manera mezquina y dependiendo de sus familiares hasta principios de los años cincuenta. Trabajó un tiempo en una botica ayudando a su hermano en Tamaulipas, pero no hizo carrera ni llegó a tener hijos. En 1955 Alfonso Ferriz lo trajo a la capital de México y lo mantuvo en una casa de huéspedes “muy barata” según me contó. Tanto Ferriz como Alejandro Báez, generosos amantes del ajedrez en México, trataron de ayudarle. Ferriz le dio empleo en una ferretería, pero el esteta del juego de los sesenta y cuatro escaques fue abrumado por la clientela.

Cuando yo trabajaba en el Banco de México durante esas vacaciones en que ahorraba para formar mi biblioteca de ajedrez, visitaba El Metropolitano: un antro de ajedrez que, como todos los antros, me recuerda el cuarto en que se encierran los adictos al opio a fugarse de la realidad. En ese improbable sitio escuchaba hablar al maestro Báez. Su charla no estaba dirigida al efebo imberbe que fui, sino a los aficionados Carlos Escondrillas, Raúl Ocampo y Benito Ramírez que lo frecuentaban. Mi presencia en esas charlas de 1973 pasó completamente desapercibida, pero lo que más se me grabó fue que Báez señalara la admiración de Torre por San Francisco, quien se desnudó en un lugar público como protesta ante la humillación que le propinó su padre. Según colegí de la charla de Báez, Torre imitó al gran santo de la iglesia católica. Pero esa bufonada franciscana frustró las profecías de los campeones de que tenía madera para conquistar la corona.

Carlos Torre murió en 1978. Por ese tiempo la revista rusa Schachmaty publicó un recuento de los torneos de la época en que Torre había florecido, de 1920 a 1926. Si bien Torre ocupaba entonces el quinto lugar mundial detrás de Lasker, Capablanca, Alekhine y Vidmar, en el cuadro quedó delante de maestros del calibre de Nimsovich, Rubinstein, Bogoljubov y Reti. Tómese en cuenta que este quinto lugar se refiere a los primeros años de la carrera de Torre. ¿Habría llegado a la cima si hubiera seguido jugando?

Nadie podrá saberlo, pero, como dije, en el libro que Velasco escribió sobre Torre el por qué del prematuro retiro del maestro mexicano es tabú.

Algunos jugadores mexicanos se preguntan por qué si Chigorin, quien estuvo cerca de ser campeón del mundo, es considerado el padre del ajedrez nacional en Rusia, la afición en México desprecia la figura de Torre. Quizá el estigma que conlleva la expresión “enfermo mental” es lo más denigrante que podamos imaginar: más denigrante incluso que haber estado en la cárcel o haber tenido un escándalo homosexual público. Es un tema enterrado en el misterio y la oscuridad, y la reticencia de Velasco y otros mexicanos en tocar el tema perpetúa la oscuridad.

Muchos grandes maestros, y hasta campeones mundiales, han sufrido crisis psíquicas. Aunque Steinitz ha sido quien mayor tiempo ha ostentado el título de campeón mundial, en los albores del siglo XX murió en la pobreza más abyecta. Se rumorea que creía que estaba en comunicación eléctrica con Dios, a quien podía darle un peón de ventaja y, además, ganarle.

¿Qué causa la locura? Como para la sociedad actual es prohibitivo ponderar en los estragos que causan los padres abusivos en la mente de su hijo [Nota de 2102: el tema de este blog], se tolera a una seudociencia en las universidades que, sin pruebas físicas, culpa al cuerpo del hijo trastornado. Este es un tema tan importante que he escrito un libro para desentrañarlo, Cómo asesinar el alma de tu hijo.

Una de las cosas que me motivó a escribir este librito es la memoria de Carlos Torre. Infortunadamente, no existe material biográfico relevante sobre Torre para saber exactamente por qué perdió la cordura. Los rumores de su supuesta sífilis no me convencen. Ferriz me dijo que sus amigos se lo llevaron de putas en Moscú. Pero Torre estuvo cuerdo los últimos dieciocho años de su vida. De haber tenido neurosífilis los síntomas habrían ido de mal en peor. Los extravíos místicos de Torre y su imitación del varón de Asís sugieren un problema psicogénico. Asimismo, el nerviosismo de Torre, manifiesto en la cinta que lo captó jugando en Moscú, así como su hábito de fumar cuatro cajetillas diarias de los cigarros mexicanos Delicados, son viñetas para una psicobiografía.

La hipótesis sifilítica que me planteó Ferriz me recuerda algunas especulaciones sobre la locura de Nietzsche. El autor del Zaratustra padeció una psicosis de algo más de once años hasta que murió: algo muy diferente a la crisis pasajera de Torre. Pero al igual que en el caso Torre, culpar a una supuesta enfermedad venérea del mal de Nietzsche se ha hecho para que su tragedia enmarque dentro de los cánones moralistas de nuestra cultura.

La raíz de la locura de Nietzsche no fue somática. Que la llamada pedagogía negra que le aplicaron su madre y tías de niño lo enloqueció de adulto se muestra en el estudio de Alice Miller La llave perdida. Según nos confiesa Nietzsche mismo en Ecce homo, su madre y su hermana eran su “verdadero pensamiento abismal” frente a su insano deseo metafísico del eterno retorno.

Tampoco convence lo que decía el maestro Báez: que Torre se masturbaba mucho. En el siglo XIX se puso de moda el mito que la masturbación excesiva entre los chicos causaba la locura, y cuando el viejo Báez decía que Torre era un onanista consumado no puedo sino recordar ese mito.

Más grotesca aún es la historia del conocido maestro mexicano Raúl Ocampo. Aunque Ocampo es uno de los mejores conocedores del ajedrez mexicano, Obregón lo captó en la grabadora manteniendo una bizarra teoría. Ocampo cree que un telegrama que le enviaron a Torre los judíos para informarle que su novia rompía con él fue la aviesa jugarreta que causó la crisis…

Cuando tan tardíamente en mi vida entrevisté a Alfonso Ferriz, uno de los pocos sobrevivientes que conocieron a Torre, no supo decirme nada sustancial de la infancia y adolescencia del maestro yucateco: tiempo en que se estructuró su mente y lo único que podría proporcionarnos la clave sobre su desajuste mental. Pero una de las anécdotas de Ferriz que más me cayeron de variedad fue que Torre “tenía un respeto a la mujer casi místico”. A las mujeres Torre les llamaba “las santitas”. “¿Cómo está la santita?” era su pregunta al referirse a la esposa misma de Ferriz.

Quisiera hablar un poco más de mi nostálgico Parque de Las Arboledas. Aunque desde hace muchos años uno de mis viejos amigos del parque, cuyo nombre me refrenaré de mencionar, huyó del hogar debido al maltrato parental y ha sido un indigente, no sé de nadie entre los “hijos del parque” —nadie— que haya responsabilizado al responsable de su indigencia: su abusivo padre. Sin embargo, y muy a pesar de toda esta especulación, no existe información sustancial sobre la infancia de Torre (Ferriz cuenta que Torre jamás habló nada de sus padres o de sus hermanos). Así que, en vez de especular sobre su infancia, me enfocaré en la vida de un ajedrecista que ha vivido en tiempos más recientes y del que se sabe un poco más.

Bobby Fischer tuvo muy duros problemas con su madre, quien invitaba a sus amigos judíos de Brooklyn a su departamento; amigos que, a ojos del niño Fischer no eran sino amigotes.

A las mujeres que lo conocieron íntimamente Fischer les confesó que, a sus doce años, resintió como una gran traición la ausencia de su madre, quien sentía mayor preferencia por sus amigotes que por el pequeño Bobby. Cuando a los dieciséis años Fischer conquistó el status de GM, su madre lo abandonó definitivamente a él y a su hermana para mudarse con unos amigos a Europa. El adolescente Fischer nunca hizo un saludable duelo por sus pérdidas parentales (su padre lo había abandonado aún antes, desde que Fischer tenía dos años). Más bien, se arrojó a las faldas de Caissa con una vehemencia sin par a fin de huir de sí mismo y de su dolor. Quedó de tal forma embrujado por Caissa que ésta le concedió el magnífico don de derrotar, él solo, a la escuela soviética de ajedrez a sus veintinueve años.

Pero de sus tempranas experiencias no resueltas, que algunos llamamos traición del amor, surgió el antisemitismo del Fischer adulto que cree en una conspiración mundial judía. [Nota de 2012: Nada de malo tiene tomar conciencia sobre el nefasto papel de los judíos en el mundo gentil, pero Fischer ubicaba un problema real dentro de su propio delirio] Ya exiliado y medio paranoico en Budapest le dijo a uno de sus entrevistadores: “Día y noche me persiguen los judíos”, y a Kasparov lo llamaba “el judío Wenstein” a pesar que Fischer mismo tiene sangre judía.

Después de ganar la corona de Caissa Fischer huyó del mundo, especialmente de los periodistas que lo acosaban. He dicho que ninguna cosa me ha desilusionado más en ajedrez que Fischer no destrozara a Karpov en los setenta, cuando el americano estaba en su plenitud. En 1975, el año en que toda la afición ansiábamos verlo defender su corona, Fischer trabó amistad con Claudia Mokarow, una mujer mayor a quien de cariño le llamaba mami. Cuando unos periodistas lo rastrearon, Fischer corrió al departamento de Claudia gritando: “¡Mami, mami ya están aquí! ¡Ayúdame mami: me han encontrado!”

Es evidente que Bobby necesitaba un sustituto maternal de la mamá que nunca tuvo.

Nunca creció. Algunos periodistas de los que huye Fischer ven todo un simbolismo en el hecho que la madre de Fischer se llamara Regina, y que cuando era un niño fuera tratada precisamente como reina por la comunidad de amigotes judíos que llevaba a su departamento. Ya había mencionado que Alekhine se desquitaba con sus mujeres, que eran mucho más grandes que él. Sus conocidos también notaron la extraña sumisión de Alekhine ante la autoridad: la figura parental por excelencia. Se casó cuatro veces, siempre con mujeres más grandes que él. Purdy comenta que parecía que Alekhine quería que lo cuidaran y Edward Lasker cuenta que, cuando Alekhine tenía veinte años, en un club prefirió bailar con una mujer que le doblaba la edad y el grosor a pesar que había chicas más jóvenes alrededor.

Todo esto sugiere un problema no resuelto con su madre, quien le enseño a mover las piezas al niño. La prueba está en que una de sus esposas le llevaba veinte años ¡y la otra treinta! Sus amigos se lo cotorreaban diciendo que era “la esposa de Philidor”. El alto y apuesto Alekhine, cuyas partidas, especialmente las de su juventud, son las más artísticas del reino de Caissa, necesitaba de una mamá. Pero por ser tan sádico con sus esposas murió solo y refugiado en Portugal. Dos días antes de su muerte le dijo a un aficionado portugués: “¡Lupi, esta soledad me está matando!”

También el gran campeón norteamericano del siglo XIX tenía algo feo con la figura de la mujer. Paul Charles Morphy, oriundo de Nueva Orleáns, ciudad donde más tarde se criaría Carlos Torre, tenía la curiosa manía de formar zapatos de mujer en semicírculo “porque le gustaba mirarlos”. Subía a la azotea de su casa para declamar en francés un párrafo que parece sacado de una canción, del que sus últimas palabras son et le petit Roi s’en ira tout penaud: y el reycito se alejará cubierto de vergüenza.

Morphy no veía a nadie, salvo a su mamá con quien pasaba todas las tardes, a quien obedecía aún cuando ostentaba la corona de campeón del mundo. Incluso cuando su madre lo encontró muerto en una tina de baño, Morphy estaba rodeado de zapatos de mujer. Al igual que Fischer, Morphy, quien en matches individuales derrotó a todos los grandes maestros de su época, también padeció de paranoias. Creía que su cuñado y su amigo Binder conspiraban para envenenarlo y destruir su ropa; y se dice que cierta ocasión se presentó al despacho de Binder y lo atacó. Al igual que Fischer, Morphy se retiró del ajedrez en la cumbre de su carrera.

He dicho que para Fischer el mayor placer era “destrozar el ego del adversario”. Esto me recuerda mucho la razón por la que a mí mismo me atrajo el ajedrez de chico. Recuerdo una ocasión en que le dije a mi familia que el mejor momento de mi vida era cuando mi oponente perdía la moral ante mi juego. Esta memoria puede darme la llave para penetrar la mente de Fischer. “Destrozar el ego” es una resonancia oblicua de cómo su madre destrozaba el ego de Fischer niño—y cómo mi madre me lo destrozaba a mí mismo a través de constantes humillaciones (cf. mi libro Carta a mamá Medusa).

Cuando décadas antes de enterarme de lo que Fischer había dicho yo decía cosas similares, me refería a un problema no sólo con mi madre, sino con mi padre. Por ejemplo, en sexto de primaria la maestra Toña nos hizo la pregunta de cuál había sido el momento más feliz de los alumnos. Para azoro de la maestra respondí eufóricamente que el momento más feliz había sido cuando derroté a mi papá en ajedrez: a quien quería enormemente pero a la vez tenía que refutar. Sus vehementes creencias religiosas habían lesionado al sensible niño que fui, pero mi mente infantil ignoraba cómo rebatir a papá con argumentos.

Hay quienes han dicho que el ajedrez es un juego de shachmaty, de matar al padre. Antes de que leyera a los filósofos ilustrados y librepensadores el ajedrez fue perfecto sustituto de ir en pos de un rey metafórico, de refutar a mi padre. La misma palabra “refutación” la usaba constantemente el adolescente que fui, aunque sin argumentos todavía, al hablar de lo que quería hacer con las creencias de mis ancestros: acabar con ellas. Pero como amamos a nuestros padres, el volcán de cólera que muchos niños, e hijos adultos, sentimos hacia ellos sólo puede hacer erupción con objetos sustitutivos: oponentes a quienes destrozamos frente al tablero. No obstante, esta proyección puede producir desdoblamientos de la personalidad, especialmente en quienes se pasan la vida huyendo de sí mismos a través del juego a fin de esquivar una confrontación interna sobre los perpetradores.

Como dije, he sabido de varios aficionados, y de otros adultos que nada tienen que ver con el ajedrez, que han sido dañados por sus padres abusivos y han sufrido quebrantos psicóticos: como aquel loquito que creía que Botvinnik era el verdadero dirigente de la Unión Soviética. Pero ese es un caso lejano. Cómo recuerdo al finado Ricardo Bravo: uno de mis conocidos que iba al Parque Arboledas y de quien se sabía que era objeto de tratos infernales en casa. Ricardo ya había cruzado la línea divisoria a la locura años antes de aventarse a los coches de avenida Cuauhtémoc.

Lo primero que debemos tener en cuenta cuando un ser querido sufre una crisis es el juramento hipocrático de los médicos: no hacer más daño. Desgraciadamente, son precisamente los médicos quienes violan este juramento, como puede comprobarse en otro de mis blogs.

A Carlos Torre lo electrochocaron en Monterrey cuando vivía con sus tres hermanos, todos médicos. Leí esto en el libro 64 variaciones sobre un tema de Torre de Germán de la Cruz. Tanto me intrigó la anécdota que hice algunas indagaciones. Hablé con Jorge Aldrete, un regiomontano aficionado al bridge y al ajedrez radicado en la Ciudad de México, quien hace muchos años me había vendido varios juegos de ajedrez importados. Tanto Aldrete como Ferriz me sugirieron comunicarme con Arturo Elizondo en Monterrey. En abril de 2004 hablé con el señor Elizondo, quien gentilmente respondió a mis preguntas. ¡Este hombre de más de ochenta años resultó ni más ni menos un testigo presencial de los electroshocks a Torre!

Cuando le pregunté si era fiable lo que decía de la Cruz en su libro, me respondió: “Sí me consta porque para controlarlo de su físico” él, Elizondo, estuvo “a su lado” durante la terapia. Le pregunté cuáles eran los síntomas para que tomaran tan drástica medida con el maestro yucateco. Elizondo respondió: “Lo único [era] que se ponía terco pero no era agresivo y nada de eso”. Elizondo sólo discrepa ligeramente de la versión de de la Cruz en tanto que afirma que no fueron los hermanos los directamente responsables del internamiento. “Fue el sobrino, de apellido Torre”, un gran maestre y colega de Elizondo en la logia de Nuevo León. Según cuenta Elizondo, eso sucedió en 1957 en el pabellón de siquiatría del Hospital General de Monterrey. Debido a la “etapa excitativa” de Torre, por usar la expresión de Elizondo, el diagnóstico a Torre fue el de maniaco-depresivo. Fue precisamente en la fase de excitación de su crisis maníaco-depresiva en la que le aplicaron los electroshocks.

En las universidades del mundo se enseñan los tratamientos siquiátricos, como el electroshock, como si fueran la praxis de una ciencia médica real. No me extraña que, siendo Elizondo un químico simpatizante de la medicina, me repitiera lo que se afirma en las universidades: que excitaciones del tipo Torre son de “carácter neurológico”, alegato que Elizondo repitió varias veces durante nuestra conversación telefónica. (Como demuestro en mi blog enlazado arriba, sin pruebas de laboratorio los siquiatras descartan la hipótesis psicogénica de las perturbaciones mentales y postulan dogmáticamente la hipótesis somatogénica.) Elizondo también me comentó que los electroshocks son “una terapia muy noble” porque “relaja completamente” al excitado.

El longevo regiomontano participó en la relajación coercitiva a Torre, en la que hasta ayudó a sujetarlo, con la mejor de sus intenciones. Incluso, según me confesó, “Uno o dos días yo le di alojamiento [después de la “terapia”], luego se fue con su sobrino”. Pero lo que Elizondo y la inmensa mayoría de sus colegas ignoran es que el electroshock es un crimen.

Este martillazo eléctrico a la cabeza frecuentemente borra parte de la memoria de la gente que se lo aplican. Uno de los casos que, de paso, menciono en mi libro sobre la siquiatría es el de una licenciada que, después de que la electrochocaron por depresión, olvidó lo que había aprendido en la universidad. Ya podremos imaginar el handicap que representó la terapia para su futuro laboral. ¿Se recuerda la escena del electroshock involuntario que le aplicaron al personaje que representó Jack Nicholson en Atrapado sin salida? Este tipo de asaltos continúa en México incluso en el siquiátrico más grande de la nación: el Hospital Fray Bernardino Álvarez en Tlalpan, en el que los estudiantes de la república hacen sus prácticas.

En 1960, tres años después de su experiencia en Monterrey, Torre volvió a ser vejado por sus patrocinadores y por los siquiatras. En la Ciudad de México estuvo unos días internado en el Sanatorio Floresta, que se encontraba en San Ángel, a cargo del siquiatra Alfonso Millán. Esto me lo contó personalmente Alfonso Ferriz, quien en su espléndida ingenuidad pagó el internamiento.

El siquiátrico Floresta ya no existe, pero es sabido que era un pequeño Auschwitz. Como indico en los enlaces sobre la siquiatría mexicana, el 25 de noviembre de 1970 apareció un artículo en la revista Siempre! titulado “Una temporada en el infierno” escrito por dos jóvenes cuerdos que estuvieron internados en el Floresta. Los autores del artículo revelan que un nieto de Victoriano Huerta había sido lobotomizado y recluido allí: “Antes era muy agresivo hasta que le hicieron una lobotomía. Ahora es un niño. En las comidas se revuelve sobre la silla, come con desesperación. Entre bocado y bocado aleja a las moscas de las mesas”.

Ferriz y Elizondo actuaron de buena fe. Pero su remedio de mandar a Torre al infierno resultó peor que la enfermedad. Según cuenta Ferriz mismo en una de las entrevistas grabadas por Obregón, Torre se sintió con él de por vida después del ultraje del que fue víctima en el siquiátrico. De hecho, Torre no volvió a ver a Ferriz sino hasta que éste visitó Mérida. La absoluta falta de empatía de Ferriz para decodificar la pertinencia de los resentimientos que le guardaba Torre no puede ser mayor. Pero ¿quién en el mundo del ajedrez posee la cualidad de una auténtica empatía?

En La vida y partidas de Carlos Torre Gabriel Velasco cae en una trampa similar. Al eludir el tema del desajuste mental de Torre e ignorar lo que es la siquiatría, después de la crisis de Nueva York escribió que Torre “tuvo que necesitar de atención médica”. Aún no había electroshocks en los años veinte. Pero si Velasco se refiere a alguna otra terapia siquiátrica que le aplicaron, esta manera de usar el lenguaje (“atención médica”) es engañosa. En el prólogo al libro de Velasco, Jesús Suárez alaba que Velasco haya omitido toda especulación sobre el desajuste psíquico de Torre. Aunque según el mencionado José Luis Vargas a Suárez sí le interesaba la vida privada de Torre, fue cobardía intelectual, tanto de Velasco como de Suárez, omitir información crucial en el libro: que lo electrochocaron en Monterrey; que en México lo internaron en el Floresta, y que se sintió con Ferriz de por vida a causa de ello (además del ambiente militarizado que se respiraba en la familia Torre).

A quienes lo conocieron les llamó la atención el hecho que Carlos Torre fuera una persona muy cariñosa con la gente. A todos les llamaba angelito, padrecito, madrecita: expresiones que retratan la bondad de su carácter. Pongámonos un instante en los zapatos del maestro. Imaginémonos que somos Torre y que hablamos en dulces diminutivos mexicanos. ¿Cómo nos sentiríamos después del internamiento forzado por nuestros seres queridos? ¿Qué sentiríamos después del asalto en Monterrey? ¿No sería un atentado contra la propia dignidad y, por ende, contra nuestra autoestima y salud mental? ¿Cómo quedaría nuestra autovalía después del doble atentado: moral y físico?

Aunque Ferriz me aseguró que no lo electrochocaron en la Ciudad de México, en el Floresta sí le administraron drogas siquiátricas. Me pregunto si Torre fue atormentado allí con unas drogas denominadas neurolépticos: un “infierno” como lo describen los autores del artículo de Siempre! Según las palabras de Ferriz mismo, que anoté en una entrevista que le hice en su casa en marzo de 2004, colijo que Torre se encontraba cuerdo cuando lo internó. Ferriz me confesó: “¡Pero además, no parecía loco! Costaba darse cuenta que estaba mal”. Al igual que la “terquedad” de la que hablaba Elizondo, Ferriz solía interpretar el enojo como un trastorno mental.

No discutí con Ferriz ni con Elizondo. Pero una vez finalizada la entrevista con el primero me pregunté qué le habrán hecho a Torre en el Floresta, el siquiátrico que tenía recluido al nieto lobotomizado de Huerta. Nadie se hace preguntas de este tipo en México por la sencilla razón de que es extraordinariamente difícil imaginar que en las universidades se enseña una seudociencia cuya práctica se asemeja al de la Inquisición. Es una estupenda ironía que en México la institución médica tenía que haber surgido precisamente en el mismo edificio de la Inquisición de Nueva España: el palacio de la antigua Facultad de Medicina.

Este breve ensayo ajedrecístico dista mucho de mi extenso tratado sobre la siquiatría. Pero para dar una idea sobre lo que estoy hablando mencionaré un dato escalofriante: en el siglo XXI se continúan realizando lobotomías en México y en el resto del mundo.

Desde los orígenes de la institución manicomial en el Bedlam de Londres y en los hospitales generales en Francia, el trato al individuo en crisis ha sido simplemente torturarlo con diversas técnicas. Aunque esas torturas nada tienen que ver con una necesidad médica real, se les dio un lustre científico en el siglo XIX para su aceptación pública. Me pregunto qué le habrán hecho a Steinitz en uno de esos llamados hospitales. En su época los siquiatras no habían ideado el electroshock y la lobotomía, técnicas que directamente dañan al cerebro, pero sí algunos tormentos que quebrantaban el espíritu de la persona trastornada. En los asilos decimonónicos los golpes y encadenamientos, por ejemplo, eran cosa de todos los días. Había incluso aparatos de tortura. No he leído la biografía de Steinitz escrita por Bachmann. Ignoro si la técnica Kneip que le administraron a Steinitz, un régimen extremo de baños en agua helada, fue o no voluntaria. Pero sé que por yatrogenia se entiende a los estúpidos intentos de sanar de los médicos que producen trastornos nuevos y más serios que los ya existentes. Las ideas ilusorias de Steinitz al final de su vida, como su creencia que podía mover las piezas de ajedrez sin tocarlas, podían ser agravadas por la yatrogenia siquiátrica.

El tormento Kneip está descontinuado en siquiatría. Gracias a la tecnología moderna, desde la década de los treinta la ciencia médica ha avanzado de atormentar al cuerpo de un Steinitz a asaltar directamente al cerebro: lo que le hicieron a Torre. Además de los electroshocks, en la actualidad están muy de moda los sujetadores químicos de nervios que se administran a quienes cruzan por crisis como la que sufrió Torre. A Aliosha Tavizon, un conocido mío que en su categoría ganó el Torneo Carlos Torre de 2003, le dieron una de estas porquerías debido a una relación horrible con su madre que temporalmente lo desquició. Por meses quedó chueco del cuello y de muchos otros músculos de su cuerpo. Para poder hablar con él tenía que situar su torso de perfil: una distonía tardía que pudo haber sido irreversible.

Bajo ninguna circunstancia, ni siquiera en casos de psicosis floridas, debe un individuo ingerir alguna de estas peligrosa drogas. Afortunadamente, hay médicos con principios que se la pasan la vida denunciando el crimen de recetar minusvalidantes fármacos en su profesión.

Sorprende que en una literatura ajedrecística tan fecunda como la estadounidense no existan biografías que expliquen los desajustes mentales de sus dos campeones de ajedrez: Morphy y Fischer. Me he quejado de los amigos del parque que no tuvieron corazón para inquirir sobre las tragedias personales de los suicidas Roger y Ricardo; del desequilibrado Iván, o de Gilberto. Por ejemplo, no recuerdo haber escuchado nada pertinente sobre la cicatriz que lucía Gilberto en la cara debido al platazo que le propinó su madre. Pero este mal de ninguna manera se reduce a mis conocidos. Al escribir este pequeño libro intenté buscar vía internet material biográfico sobre Morphy, Steinitz, Torre y Fischer. Me sorprendió que la actitud de los creadores de las páginas web que abrí fuera idéntica a la del amigo Toño, cuya supuesta amistad era “para hablar exclusivamente de ajedrez”.

Si los jugadores de ajedrez fueran criaturas de la Tierra, lo menos que podríamos esperar es que la mayor parte de su literatura fueran estudios psicológicos profundos sobre Morphy, Fischer y muchos otros. Pero los jugadores de ajedrez viven en la Luna, y es imposible hallar psicobiografías sobre los maestros que han sufrido crisis (los estudios sicoanalíticos no son convincentes). A los nombres de maestros trastornados que he mencionado podría añadir el de Pillsbury, y no olvidemos el alcoholismo de Chigorin, Alekhine y Tal que los mató. Cierta vez Alekhine se presentó a una exhibición de simultáneas tan borracho que se orinó en el piso y la exhibición tuvo que suspenderse. Durante el mismo campeonato del mundo contra Euwe encontraron al campeón tumbado en el campo por borracho.

Las numerosas revistas de ajedrez que circulan en un sin fin de idiomas son tan engañosas como el libro de Velasco sobre Torre y tan poco humanas como el seudoamigo Toño. Se enfocan únicamente en el aspecto deportivo omitiendo hablar de los patéticos biografiados. Esta actitud es explicable si entendemos que el solo hecho de jugar intoxicadamente significa huir de la realidad, y el jugador, al igual que el alcohólico, bebe ajedrez u otro juego para olvidarse de sus problemas. El holandés políglota Willy de Winter publica el único semanario sobre ajedrez en México. Dice que lo nombró El ajolotl porque es una palabra azteca que le recuerda la palabra ajedrez. Pero desde este ángulo yo renombraría a su semanario El ajenjo, especialmente si tomamos en cuenta que el abuso de este licor puede conducir a graves dolencias y a la locura, como descubrió el pobre paisano de de Winter, Van Gogh. Cabe mencionar que en una nota necrológica El ajenjo mencionó la muerte de Roger Bayde. Pero de Winter omitió decir que fue suicidio, y mucho más que fue causado por dolores no procesados del maltrato que Roger había sido objeto de chico. Tanto los bebedores de ajenjo como de ajedrez le temen a estas realidades más que al mismo diablo. Por eso beben y juegan.

De Winter no estaría de acuerdo con la caricatura de de la Torre. El lema de su semanario es “La vida es una interrupción insípida del ajedrez”, y ha publicado cosas como: “Copérnico dijo que el Sol es el centro del universo; para nosotros, “Sol” no es más que otro sinónimo de ajedrez”.

Yo diría lo opuesto. En uno de sus escritos Guillermo Cabrera Infante hizo decir a su paisano Capablanca: “Mientras más conozco a la mujer más odio al ajedrez”. Y efectivamente, al jugar en los torneos muchas veces me he preguntado qué diablos hago horas plantado frente a tan fea jeta ¡habiendo bellas ninfas afuera! Quizá sea cruel decirlo, pero con la excepción de León Dinner cuando era un púber, los jugadores de ajedrez que he conocido en México son la más pura antítesis del efebo. Así como las monjas son feas y las pobres se ilusionan con que están casadas con Jesús, la única mujer para muchos jugadores es Caissa, es decir, Manuela; y no olvidemos los grandes amoríos de Carlos Torre con Manuela.

Es curioso que Torre frecuentemente le dijera a sus colegas que se mantuvieran alejados de las mujeres “porque salían muy caras”. Cuando yo vivía en una casa de estudiantes en Inglaterra, un estudiante esclavizado no podía trabajar mientras terminaba su doctorado. No tenía dinero para pasear a alguna ninfa de Manchester y nos confesó que se masturbaba, y que el ajedrez que jugábamos no era sino sex substitute.

La cantidad de jugadores que conozco que sustituyen la mujer de carne y hueso por la intangible Caissa es Legión. Pero lo que yo veo oscuro de Winter lo ve rosado. Y lo ve rosado simplemente porque jamás toca estos temas. En sus artículos de Winter siempre nos presenta al juego de manera idílica. Por ejemplo, en una de las portadas de sus semanarios de abril de 2004 nos quiso hacer creer que “Cuando Dios inventó el ajedrez estuvo tan eufórico que tuvo que inventar al ajedrecista”. Y en la portada de otro semanario del mismo mes publicó una caricatura diametralmente opuesta a la caricatura de de la Torre, donde de Winter pone a su patriarca Moisés con las tablas de la ley introduciendo un nuevo mandamiento: “¡Id, multiplicaos y jugad ajedrez!” Si bien en un artículo de El ajenjo #415 titulado “El ajedrez como profesión y como escape” de Winter cita las palabras de un gobernador, “¿Cómo es posible que pierdan el tiempo en una distracción tan superficial?”, de Winter apenas le responde (el gobernador se quejaba de que en su plaza abundaran perdedores como el de la caricatura de de la Torre).

Willy de Winter fue campeón nacional de ajedrez en México hace tres decenios de este día que escribo. Otro campeón mexicano de esa época que no parece ver la perdición que representa el juego es Mario Campos. Cuando en 2004 las autoridades de la capital cerraron las carpas donde el lumpen se refugiaba en el dominó y en el ajedrez, Campos protestó diciendo que las autoridades no entendían al ajedrez. Yo creo que, al igual que el gobernador, entendían perfectamente qué es el juego; y que son jugadores como Campos quienes no entienden nada. Otro ejemplo: Kenneth Frey, otro fuerte maestro de ajedrez de la época de Campos y de Winter, perdió una fortuna en Las Vegas: algo que me recuerda la fortuna que perdió el padre de Alekhine en Montecarlo para evadirse de su realidad interior. Tan escape de la realidad es el ajedrez que los gobiernos totalitarios de la antigua URSS y Cuba lo usaron como el opio de las clases pensantes. Esa es básicamente la razón por la que los mejores jugadores del mundo han sido los rusos, y en Latinoamérica los cubanos. Salvo para los fanáticos del ajedrez, esto es fácil de ver.

La total falta de conocimiento de la mente humana es patente en la soberana tontería de echarle la culpa a Staunton, un jugador retirado en su época, de la locura de Morphy. Me parece lamentable que incluso Reinfeld repita esto cual loro. Irónicamente, fue gracias al libro de Reinfeld que me enteré que fue la madre de Morphy quien le prohibió a su hijo volver a jugar en lugares públicos; y el campeón del mundo obedeció como un niño.

También los escritores profesionales de ajedrez Horowitz y Rothenberg repiten el mito Staunton en The personality of chess, donde citan las increíblemente estúpidas palabras de Ernest Jones, el discípulo de Freud, que “Morphy estaba desecho por el éxito”. Partiendo del axioma freudiano de exonerar al padre, Jones culpa a Staunton ¡con quien Morphy jamás jugó! Sus tonterías aparecen en su ensayo “El problema de Paul Morphy” publicado en 1931, un clásico en la literatura sicoanalítica sobre el jugador de ajedrez. En México, un país donde apenas se conoce la refutación que se le ha hecho a Freud y a sus epígonos, me he encontrado a la afición repitiendo la tontería de Jones (me recuerda el engatusamiento medieval con Galeno cuando hacer disecciones de cadáveres estaba prohibido por la iglesia).

Alice Miller [Nota de 2012: su foto aparece en este blog] es la antítesis de la actitud mezquina del amigo Toño de hablar “exclusivamente de ajedrez”, y quien desee penetrar las almas de aquellos que han perdido el juicio debe leer sus artículos en la red e incluso sus libros, algunos de los cuales han sido traducidos al castellano.

Llego así a la pregunta que le dio el título al capítulo: ¿Qué hacer en caso de trastorno mental en un ser querido? ¿Qué hacer, por ejemplo, si se desnuda en el metro de la Ciudad de México o si se rodea de zapatos de mujer?

Descartada la siquiatría como profesión yatrogénica, la buena nueva es que tenemos la alternativa humanitaria de las Casas Soteria en Europa, o de las casas de medio camino que Virginia González Torre puso de moda en el estado de Hidalgo. A diferencia de la terapia que le aplicaron a Torre, que lo dejó resentido de por vida con Ferriz, el ingreso a las Casas Soteria es perfectamente voluntario y no atenta contra la dignidad de quien sufre una crisis. Tampoco se practican tratamientos invasivos. Al contrario: por más graves que sean sus ideas ilusorias se respeta a la persona, y se le provee de un ambiente amigable hasta que, después de algún tiempo de buenos tratos, muchos son capaces de recuperar el juicio.

Generalmente, la gente que se trastorna no es peligrosa. Steinitz creyendo en sus poderes telequinéticos, Torre imitando a San Francisco, o Morphy declamando en la azotea et le petit Roi s’en ira tout penaud eran inofensivos. De haber vivido algunos meses en una casa Soteria, o de haber cruzado por el duelo que aconseja Miller, se habrían recuperado. Pero esos refugios no existían en los tiempos que Morphy y Torre tuvieron el problema. Nadie pudo tenderles una mano durante sus crisis.

Published in: on November 24, 2013 at 11:43 am  Comments (1)  

Capítulo  4

Dos puntos de vista opuestos

El consejo de Morphy

En su discurso del recibimiento en su honor de regreso a su país después de su ronda triunfal en Europa, Morphy declaró:

Una palabra sobre el juego en sí. El ajedrez nunca ha sido, ni jamás podrá ser, otra cosa que un recreo. No debe consentirse en detrimento de ocupaciones más serias, ni absorber los pensamientos de quienes rinden culto a su santuario, sino que habría que mantenerlo en segundo término y recluido en la esfera que le corresponde. Como simple juego, como esparcimiento tras las duras pruebas a que nos somete la vida, merece las mayores alabanzas.

Las palabras de Morphy no pueden contrastar más con el ultraprofesionalismo de los llamados “Grandes Maestros” de hoy día. Esclavizados a la rueda de molino de Caissa, día y noche estudian como si tuvieran que presentar su examen profesional al día siguiente. Estos eternos bachilleres, monjes de clausura en permanente jaque, no se dan un respiro. Cuando Ivanchuk jugaba en París lo invitaron a salir del hotel para ver la gran ciudad y sus belles femmes. “No puedo”, contestó. “Tengo que prepararme para el torneo”. Timman, otro gran maestro contemporáneo, en su intensa preparación de su match contra Karpov se percató que “la vida estaba afuera” del tablero, según sus propias palabras.

Después de su gira triunfal, Morphy, quien, a diferencia de los maestros de hoy, salía del hotel en París e iba a la ópera, se retiró del juego y no volvió a jugar con los maestros. Su sermón que cito arriba debiera grabarse en mármol en el hogar de todo aficionado de ajedrez, y me recuerda el siguiente problema:

Juegan las blancas
y abandonan
no sólo la partida
¡sino al ajedrez mismo!

Esta fue la posición de abandono de Carlos Torre en el último torneo internacional en que participó, el año de su crisis. No viene al caso hablar de los pormenores de la partida, del torneo, o de la identidad de su contrincante. El que planteo no es un problema ajedrecístico: es un problema existencial.

Torre fue incapaz de resolver el problema que le planteó la existencia porque en su época el tema del abuso sexual, físico o emocional en la familia, y sobre todo el saldo psíquico que esa violencia conlleva, era tabú. La moral tradicional, e incluso las nuevas religiones del New Age, nos dicen que nosotros somos responsables de nuestro éxito o fracaso; de nuestra cordura o enajenación. Culpar a otros de nuestras desgracias es anatema.

Este año en que escribo se cumple un siglo del natalicio de Torre. Nuestra época es, en muchos sentidos, peor que 1904, especialmente en sobrepoblación y en degradación de la cultura. Pero hay más libertad para cuestionar la institución familiar en la que algunos padres asaltan las mientes de su progenie. Hace cien años era imposible filmar Shine o siquiera escribir sobre un caso así de la vida real. Claroscuro le pusieron en México a esta película donde millones de espectadores vimos cómo un padre abusivo enloquece a su hijo, literalmente.

Si usted está harto del vicio, quiere divorciarse de Caissa y hacer algo útil, recuerde que el hermano mayor de Lasker, un jugador igualmente dotado, abandonó el ajedrez para dedicarse a la medicina, y lo mismo hizo Gata Kamsky en tiempos más recientes. También recuerde lo que dije en el prólogo, que un clérigo escribió en Las perfidias del ajedrez: “¡Cuántas horas preciosas que nunca volverán he perdido en este juego!”

En otra de sus publicaciones de Excélsior sobre los jugadores de ajedrez, de la Torre publicó una caricatura donde un perdedor en el tablero de la vida lloraba: “¡Buhhh! ¡Perdí por tiempo!” Incluso el apasionado Alekhine, en sus últimos días, y siendo aún el campeón del mundo, se quejó amargamente de no haberse dedicado a otra cosa. Las palabras de Zweig sobre un hombre que dedica el lapso de su vida “al ridículo afán de perseguir un rey de madera sobre un tablero de madera” es patente más que nunca en nuestros tiempos, en que un cedé pirateado de Chessmaster juega mejor que el gran maestro Juan Carlos González, el mejor jugador de México al momento de escribir.

Morphy reinó veintiocho semanas como campeón, y si le concedió una entrevista a Steinitz fue a condición de no hablar del jueguito de la enajenación. Steinitz, llamado “el Morphy austríaco”, era la antítesis de Morphy. Sólo la muerte lo separó de su esposa Caissa, y en su vida reinó veintiocho años como campeón.

Si usted discrepa de Morphy y desea seguir bebiendo de la fabulosa copa de ajenjo de la mujer de Steinitz, resumamos el Capítulo 2:

1)     Si no tiene una tierna edad (o un altísimo coeficiente ……..intelectual), no se haga ilusiones de ser campeón

2)     Escriba un diario íntimo sobre sus emociones durante el ……..juego

3)     Escriba un comentario sobre sus partidas, poniendo énfasis ……..en las que perdió y circúlelo entre sus amigos

4)     A menos que sea un profesional estudie aperturas simples

5)     Entre a la arena a cazar a su rey metafórico…


¿Gran ramera o madre acogedora?

Quizá he sido un poco injusto en esta burla de los ajedrecistas. Hay dos maneras de ver a Caissa: como “La Gran Ramera de los Esquizoides”, o como una Generosa Madre que los acoge en su regazo. En este humilde libro hay un claro sesgo hacia la primera interpretación; aunque al hablar de mi nostálgico parque se vislumbra que esta madre nos acogió a muchos jóvenes que, por haber sido maltratados en casa, nos quedamos sin oportunidades.

Si esto es así, sería revictimante rotular a mis ex amigos de “esquizoides” o incluso de “vagos”. El caso es que no todos pudimos dedicarnos al cine como Sisniega, quien proviene de una familia tan rica que hasta hermosas palmeras tenía en su jardín de Cuernavaca. No todos pudimos hacer una carrera de medicina como Kamsky o el hermano de Lasker porque no recibimos apoyo económico de nuestros progenitores. Pero el individuo marginado tiene que hacer algo para evadirse de su sino, y junto con el crack, el opio y el ajenjo, Caissa es una de las mejores manera de hacerlo—sin matar neuronas.

De adolescente leí un cómic de la ahora extinta Editorial Novaro donde se explicaba el origen del juego del ajedrez. Con amigables ilustraciones leí la historia de un rey griego estancado en una isla. Sus soldados tenían hambre y el rey ideó un juego para entretenerlos, de donde surgiría el ajedrez.

Esta es una buena historia para entender la psicología del jugador, y por qué muchos de estos individuos impotentes pero hambrientos de vida no hemos tenido más remedio que mantenernos absortos en el mundo de los sesenta y cuatro escaques. No debe olvidarse que al momento en que escribo México sufre el mayor desempleo en su historia reciente: marginación peor incluso a la de soldados varados en una isla griega.

Otro cuento que ilustra qué es el ajedrez es el citado Una partida de ajedrez de Zweig. A fin de no enloquecer, en esta novelette un prisionero entierra día y noche su mente en un libro de partidas magistrales. Análogamente, en México y en el resto del tercer mundo, los salarios mínimos no le permiten al joven salirse del hogar hostil; huir de sus tóxicos padres que no invirtieron en su futuro. No se necesita ser muy perpicaz para notar que muchos aficionados, como los de las carpas de la metrópoli, han estado inmovilizados en un sistema basado en familias abusivas, tan comunes en los estratos bajos de México.

Una tercera ilustración, aunque no literaria sino pictórica, dilucidará mi visión sobre el juego. Todos éstos, soldados hambrientos en una isla griega, el prisionero zweigiano y los marginados, me recuerdan una figura del Tarot. Aunque no creo en las artes mánticas, los símbolos de las centenarias figuras son fascinantes. Según una famosa interpretación de una analista junguiana, en la figura El Colgado un pobre sujeto boca abajo, amarrado de una pierna a un patíbulo sostenido por dos árboles truncados, no puede impedir que las monedas se le caigan de los bolsillos.

En nuestras sociedades El Colgado es un sujeto sin quinto, o sin blanca como se decía en España. No puede moverse en una sociedad en la que todo, incluyendo la profesión, se compra con dinero. Y nadie le da una mano para bajar del patíbulo.

Pero al menos puede refugiarse en la gimnasia mental de Caissa…

Quisiera terminar este librito con las palabras de de la Torre. No incluiré otro dibujo de una serie de caricaturas que tituló “La forma más bella de perder el tiempo”. Pero citaré sus conclusiones:

Parece increíble que una macrópolis como ésta donde sobrevivimos apenas cuente con tres o cuatro clubes [de ajedrez]. ¿Por qué en este Valle de Lágrimas no se fomenta como educación y terapia en las escuelas, las delegaciones, los parques, las empresas, las casas de cultura, etcétera? Seguro que se puede volver un vicio. Pero es el más sano de todos los vicios.

O el menos insano diría yo.

Published in: on November 24, 2013 at 11:40 am  Comments Off on Capítulo  4